Dentro de la crisis de valores -aunque lo más correcto sería hablar de «crisis de virtudes»- generalizada que padecemos, la que atañe a la solidaridad es una de las más peculiares, máxime cuando hoy día todo lo que sea «ser solidarios» está muy vigente.

Y no se trata de establecer una dicotomía ética (más supuesta que real) entre solidaridad e individualismo, afirmándose que el auge del individualismo es, en nuestros días, un misil en la línea de flotación de la solidaridad, pues ni el individualismo constituye un fenómeno nuevo (de hecho, el afán de autonomía individual ha estado siempre ahí) ni tampoco puede decirse que la solidaridad se haya perdido totalmente.

Lo que en puridad ha entrado en crisis y que atañe a ésta es su carácter intrínseco de redención, de compasión, para lo cual hay que ver a uno mismo en los demás.

Por el contrario, ahora lo que envuelve a la solidaridad persigue calmar la mala conciencia del occidental privilegiado vía postureo, ser alguien muy influyente por mor de la filantropía, hacer carrera política enarbolando la bandera de la fraternidad, enriquecerse a cuenta de montar ONGs, mejorar la imagen corporativa de una marca instrumentalizando el humanitarismo…

Unas solidaridad, pues, espuria e impostada.

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