En los inicios de la Restauración borbónica, sería designado para la vital diócesis de Barcelona un obispo gaditano: Mn. José María de Urquinaona (1878-1883). Paradójicamente, a pesar de ser andaluz, es el que más hizo por oficializar la devoción a la Virgen de Montserrat y es el iniciador del llamado “montserratismo”. Urquinaona fue convencido anticarlista y sublevó a los tradicionalistas más intransigentes de su diócesis a base de decisiones arbitrarias amparadas en una aparente prudencia política.
A él le sucedería en la sede de Barcelona, el obispo Mn. Jaime Catalá y Albosa (1883-1899). Un año antes había salido de manos del Papa León XIII la Encíclica Cum Multa (1882), que provocó multitud de interpretaciones entre los diferentes sectores católicos. Los católicos liberales dilucidaban que el Papa les daba la razón pues se debían respetar los poderes constituidos (en referencia a la restauración borbónica de 1874). Los católicos tradicionalistas, interpretaban por su parte que el Régimen liberal no reunía las condiciones para que los católicos pudieran lícitamente aceptarlo.
Urquinaona fue convencido anticarlista y sublevó a los tradicionalistas más intransigentes de su diócesis a base de decisiones arbitrarias amparadas en una aparente prudencia política.
Urquinaona fue claramente partidario de “descarlistizar” el catolicismo de su diócesis e integrarlo en el régimen liberal. El Obispo Catalá, por el contrario, fue ponderado y no se dejó arrastrar por las tentaciones lanzadas por el poder gubernamental, ni por las presiones de los católicos liberales. Intentó compensar las represalias que habían recibido los católicos más intransigentes y siempre los defendió. Ello no significa que fuera una obispo radical e intransigente sino que simplemente supo estar en su sitio. Durante su gobierno estalló una de las polémicas más intensas en el mundo católico del momento con la aparición de El liberalismo es pecado de Sardá y Salvany.
Como veremos, la gestión de esta convulsa crisis no fue fácil pero finalmente se impuso la doctrina sana y las trampas de los católicos liberales se fueron desvaneciendo. Mientras el Obispo Catalá lidiaba tantos y graves problemas en Barcelona, paralelamente en Vich, gobernaba la diócesis el obispo Morgades (1882-1899), que cumpliría un papel fundamental en la implementación del catalanismo y su redirección de lo cultural a lo político. Morgades, que de sacerdote había sido uno de los favoritos de Urquinaona, se mostró especialmente beligerante contra carlistas e integristas.
Tras la muerte de Catalá, Morgades -gracias al apoyo de Madrid y las influencias del Cardenal Rampolla (sospechoso de ser masón)- accedió a la tan preciada diócesis de Barcelona (1889-1901). Se aseguró que la sede de Vich que abandonaba fuera ocupada por alguien de su plena confianza. El elegido fue ni más ni menos que Torras y Bages, cuyo gobierno duró de 1899 a 1916. Si relacionamos los nombramientos y sucesiones de acontecimientos, podremos hacernos una idea más o menos clara de lo que se estaba gestando en el mundo católico catalán.
Por un lado desde el nombramiento de Urquinaona hasta la muerte de Torras y Bages, se comprenden los años de la primera fase de la Restauración, la emergencia del primer catalanismo político, los conflictos entre católico liberales e intransigentes (carlistas e integristas), la escisión del integrismo del partido carlista, la consolidación del “vigatanisme” (la influencia de los eclesiásticos de la Cataluña profunda en el asentamiento del catalanismo) con el eje Vich (Torras y Bages)- Barcelona (Morgades). También durante ese largo periodo surgirá la Lliga Regionalista, la Solidaritat Catalana, esto es, el primer y triunfante catalanismo político. Todos estos acontecimientos no se producen casualmente y separados unos de otros, sino que sutilmente se interrelacionan.
Lo cierto es que la doctrina de Pío IX favorecía claramente las tesis intransigentes y los incipientes católico-liberales se las veían y deseaban para argumentar contra los textos pontificios
Pero previamente hemos de atender a una polémica anterior que ya dibujará el conflicto entre católicos en las siguientes décadas. En 1870, en una España agitada por las políticas revolucionarias de Prim, que iban a traer a trono de España al anticatólico Amadeo de Saboya, detectamos una de las primeras polémicas entre los católicos catalanes. Se trataba de dos personajes de fuerte personalidad. Por un lado, Salvador Casañas, que acabaría siendo Obispo de la Seo de Urgel; y por otro lado, Juan Mañer y Flaquer, el que fuera director del influyente Diario de Barcelona desde 1865 hasta su fallecimiento en 1901 Esta temprana polémica la inició Casañas (simpatizante carlista) contra Mañé (de joven liberal revolucionario, aunque en vías de moderación).
Desde La Convicción[1], Casañas acusó a Mañer y Flaquer de que el Diario de Barcelona, a pesar de ser leído por muchos católicos, no reflejaba la fidelidad a la doctrina católica. Más concretamente solía relativizar documentos magisteriales como el Syllabus que habían condenado el pensamiento modernista. Mañer y Flaquer no tardó en contestar desde el Diario de Barcelona. Lo cierto es que la doctrina de Pío IX favorecía claramente las tesis intransigentes y los incipientes católico-liberales se las veían y deseaban para argumentar contra los textos pontificios. De ahí que tuvieran que dar rodeos filosóficos que eran fácilmente vulnerables a los ataques tradicionalistas.
Finalizando el sexenio revolucionario que iba a provocar una convulsión política que llevaría a España a la Primera y efímera República, existían en Barcelona dos grandes asociaciones que aglutinaban a la mayoría de católicos. Por un lado, la Asociación de Católicos y por otro la Juventud Católica. La Asociación de Católicos, al igual que la posterior Unión Católica de Pidal y Mon, fue fundada en Madrid en el 18 de diciembre de 1868.
La primera junta de Asociación fue presidida por el Marqués de Viluma, que representaba el moderantismo de la época[2], al que acompañaban otros miembros del partido moderado que habían intentado mediar en el conflicto dinástico entre carlistas y liberales a través de la propuesta balmesiana de un matrimonio que uniera las dos ramas. Uno de los responsables de alto nivel en la Asociación Católica fue el anticarlista José María Quadrado, el introductor del romanticismo en España que tanto influiría en el catalanismo.
En el mismo informe a Rampolla, Urquinaona señalaba sus enemigos: la Revista Popular, de Sardá y Salvany, y El Correo catalán, de Llauder; esto es, el integrismo y el carlismo
Paralelamente, también en Madrid, se fundó la Juventud Católica. Su finalidad era más o menos la misma que la de la Asociación de Católicos. Ambas sociedades tuvieron un notable desarrollo en Barcelona. Tras la Restauración, la Juventud Católica cobró mucha más fuerza que la Asociación Católica y mayoritariamente la constituyeron católicos intransigentes y carlistas. Ello llevó a uno de los primeros episodios verdaderamente virulentos entre los católicos tradicionalistas y su jerarquía.
Es más que significativo el informe que Urquinaona enviaba al Nuncio Rampolla el 4 de marzo de 1883, en la que se quejaba: “Debo decir, porque esta es la verdad, que al presente toda la religiosidad que ostentan estas organizaciones es un verdadero artificio de que se valen para atraer numerosas multitudes, agrupándolas alrededor de su bandera política para proclamar el triunfo de esta, haciendo creer que el bando que representa abarca en su seno a la gran comunidad católica de España”[3]. En el mismo informe a Rampolla, Urquinaona señalaba sus enemigos: la Revista Popular, de Sardá y Salvany, y El Correo catalán, de Llauder; esto es, el integrismo y el carlismo.
Urquinaona puso, en contraposición, como modelo de prensa al Diario de Barcelona (de Mañé y Flaquer) que nunca se manifestó confesionalmente católico, que era firme partidario de llevar a los católicos a participar en la política de la Restauración y su obsesión era liquidar al partido carlista. Urquinaona no tuvo ningún reparo en definir al “Brusi” como que “es católico, apostólico, romano y acaba de adherirse a la Unión Católica, de la cual es el primer propagador. No tolera principio alguno que tenga sabor a partido carlista”. Era evidente que la postura de su obispo ofendía y humillaba a las masas carlistas de su diócesis.
Este conflicto entre un importantísimo sector de católicos y sus obispos, venía de lejos. Ya en 1876, coincidiendo con el final de la Tercera Guerra Carlista. Poco antes había aterrizado un nuevo Nuncio, Giovanni Simeoni, en España. Las tensiones entre alfonsinos y carlistas estaban a flor de piel. Por parte carlista, Cándido Nocedal visitó al Nuncio y le propuso la organización de una gran peregrinación a Roma para celebrar el 30 aniversario del pontificado de Pío IX. Los católicos liberales, los “mestizos” restauracionistas, liderados por Pidal, pusieron el grito en el cielo pues no podían permitir que una peregrinación católica estuviera dirigida por carlistas. Pidal inició rápidamente una campaña contra Nocedal, pidiendo a los obispos que en las comisiones organizadoras no estuvieran sólo compuestas por tradicionalistas. Todo ello enturbió la peregrinación y anunciaba una polémica mucho mayor que tendría lugar en 1881, cuando se estaba preparando otra gran peregrinación a Roma que las intrigas católico-liberales frustraron.
Los católicos liberales, los “mestizos” restauracionistas, liderados por Pidal, pusieron el grito en el cielo pues no podían permitir que una peregrinación católica estuviera dirigida por carlistas. Pidal inició rápidamente una campaña contra Nocedal
Con motivo de un debate parlamentario promovido por Sagasta, el 16 de junio de 1880, Pidal aprovechó para hacer un llamamiento a los carlistas para que aceptaran la Restauración. En su discurso se dirigió “a las honradas masas que, arrojadas al campo por los atropellos de la revolución, formaron el partido carlista”, y seguía: “Abandonad vuestro estéril pesimismo, los que lo tengáis, abandonad vuestra inacción: salid del retraimiento en que os consumís; no os detengáis ante divergencias políticas; saltad los obstáculos personales que os separan: agrupaos al amparo de la legalidad y pensad, pensad que tenéis una Patria común que defender, una familia que educar, una propiedad que proteger y una religión que propagar yen que creer y que hacer respetar contra toda invasión revolucionaria”. Este discurso era un avance de la formación de la Unión Católica que se gestaría entre finales de 1880 y 1881. Los intransigentes recelaron de este llamamiento, pues rápidamente intuyeron que era una mera treta para desactivar el carlismo y entregarlo al régimen de la dinastía liberal.
La Unión Católica, desde sus inicios, contó con altos dirigentes de la antigua Asociación Católica[4], que ya había intentado inútilmente la unidad de los católicos. Pronto despertó recelos en muchos ambientes creyentes, tanto en Cataluña como fuera de ella. Monseñor José Serra, obispo de Daulia, se horrorizaba en pensar que participaran en la Unión Católica personajes famosos que seguían llamándose públicamente liberales. El Cardenal Casañas, también declaraba que los que pertenecieran a la Unión Católica debían ser “Católicos de veras” y “sin distingos”[5]. Respecto a la prensa más significadamente tradicionalista, la desconfianza era patente.
El Siglo Futuro, en artículo del 10 de enero de 1881, dejaba claras las intenciones traicioneras del nuevo proyecto: atraer a las “honradas masas católicas” a la formación de Pidal, para provocar una antinatural “fusión de católicos y liberales”. Respecto a El Correo Catalán, en marzo de 1881, empezaron a aparecer artículos cada vez más duros contra el proyecto de Pidal. Llauder, el 31 de marzo de 1881, llega a escribir: “Ni Maquiavelo habría podido descubrir un medio más sutil que el de poner por delante a los obispos y al Papa [en referencia a la Unión Católica]”. Igualmente, no tardó en sumarse a las críticas Sardá y Salvany desde la Revista Popular.
Por el contrario, y contra todo aparente pronóstico, La Veu de Montserrat -el “vigatanisme” catalanista- se sumaba al proyecto madrileño. El 12 de febrero 1881, Mn. Collell, firmando con sus iniciales, escribía un artículo titulado Bandera Blanca. El posicionamiento del órgano del catalanismo clerical era claro: “Nos ponemos al lado de los prelados que bendicen y aprueban la Unión Católica”. De paso, Collell arremetía implícitamente contra la prensa tradicionalista diciendo que no había que hacer caso de periodistas sino de lo que decían los prelados. El 10 de abril, El Correo Catalán, embestía contra las tesis de Collell y de La Veu de Montserrat. Especialmente por haber alabado el semario de Collell a un liberal de pro: el ingeniero José Echegaray que había visitado Barcelona. El Correo Catalán, respecto a “La Veu” apostillaba que desde hace tiempo “había perdido el norte, sin lógica y sin objeto determinado”. La división entre católicos y el encono en el cruce de acusaciones mutuas, llevó a que la Unión Católica no pudiera prosperar más de tres años.
Javier Barraycoa
NOTAS
- [1] La Convicción era el primer diario carlista que aparecía en Barcelona, un 15 de marzo de 1870, bajo la dirección del incansable Luis María Llauder.
- [2] Cf., José Andrés Gallego, “Génesis de la Acción Católica Española, 1868-1926” en Ius Canonicum, vol. 13, 1973, 369-403, p. 372.
- [3] El informe es recogido en Vicente Cárcel Ortí, “Los obispos españoles y la división de los católicos”, en Analecta Sacra tarraconensia, 55-56 (1982-1983), pp 159-166, p. 163.
- [4] Joan Bonet y Casimir Martí, L´Integrisme a Cataluña. Les grans polémiques (1881-1888), Vicens Vives, Barcelona 1990, p. 34.
- [5] Joan Bonet y Casimir Martí, Op. cit., p. 35.,
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