En la entrega pasada hablamos de los acontecimientos que llevaron a los vandeanos a defenderse, armas en mano, de un sin fin de atropellos, sobre todo concernientes a su fe; sufridos a manos de los revolucionarios. Prosigamos con la historia.
Un mes después del levantamiento de la Vendée, el ejército republicano puso en marcha un plan de represión brutal contra los campesinos dejándoles bien claro que sólo tenían dos caminos: rendirse o morir. Para ello, pusieron de ejemplo la ciudad de Barré, la cual fue incendiada por completo; y todos sus habitantes, mujeres y niños incluidos, fusilados.
El poderoso ejército revolucionario pensó que acabaría con los vandeanos en cuestión de días. No contaba con que estos, a pesar de ser campesinos y artesanos en su mayoría, peleaban por su fe. Hecho que les daba una fortaleza y una valentía con la que los revolucionarios no contaban. Además, los vandeanos apelaron a los nobles de la región para que los apoyaran en su lucha, dirigiéndoles militarmente. Debido a esto, la Convención Revolucionaria encomendó al general Turreau la nada encomiable tarea de arrasar la Vendée y de exterminar a todos los vandeanos utilizando, para ello, los métodos que fuesen necesarios, sin importar lo inmorales y crueles que fuesen.
De acuerdo con el reconocido escritor inglés Michael Davies, el 21 de marzo de 1793, el ejercito católico y real de la Vendée, obtuvo una serie importante de victorias; llegando a controlar más de cuarenta ciudades. Por lo que, el propio Napoleón reconoció que los vandeanos podrían haber capturado las grandes ciudades de la región y llegar hasta París. Mas no hubo mayor testimonio de humildad, honor y fe que su decisión de no tomar la capital. Si, la gran victoria obtenida por un improvisado ejercito que tenía todas las circunstancias en contra no los hizo presa del orgullo. Por el contrario, después de la victoria regresaron a sus granjas para prepararse a celebrar la Victoria sobre todas las victorias, la Pascua de Resurrección.
Las victorias de los vandeanos llevaron a los revolucionarios a firmar, en 1794, un tratado de paz en los cuales se aceptaron las más importantes reivindicaciones vendeanas tales como: la libertad de culto, la protección de los religiosos fieles a la iglesia, la amnistía y la devolución de los bienes confiscados. Sin embargo, a los revolucionarios les faltó tiempo para romper el acuerdo. Los bienes no fueron devueltos. Los crímenes de los soldados republicanos siguieron centrándose con saña en los lugares sagrados y muy pronto la libertad de culto fue prohibida nuevamente. La república anticristiana volvía a atacar directa y malévolamente a la tan odiada religión católica.
Los vandeanos trataron de volver a reorganizarse rápidamente. Sin embargo, el 12 de octubre de 1795, sufrieron un gran revés cuando el príncipe Luis XVIII, legitimo rey de Francia, no desembarcó en la isla de Yeu, como estaba previsto. Un emisario anunció que los ingleses, con quienes se contaba para restaurar la monarquía, “esperarían a una mejor ocasión”. Los vandeanos traicionados, casi sin armas ni provisiones empezaron a dispersarse. Como si esto fuese poco, sus principales líderes, fueron arrestados y ajusticiados pocos días después.
La lucha que los revolucionarios, debido a su patente superioridad, creyeron cuestión de días, terminaba tres años después; al ser abatida la magnífica y heroica resistencia de unos campesinos que, con muy pocas armas y sin conocimiento militar, pero con gran valentía, determinación y fe, hicieron tambalear al ejército revolucionario ganándose la admiración y el respeto del mismo Napoleón.
Durante los tres años que duro la guerra se asesinaron, de acuerdo con cifras oficiales, a casi 120,000 personas sin respetar siquiera mujeres ni niños. Aunque son varios los historiadores que afirman que las cifras reales son mucho más altas. Los métodos, a cuál más cruel, fueron varios: las columnas infernales llamadas así por incendiar todo a su paso; el método del exilio que consistía en colocar a los prisioneros, maniatados, en barcas previamente agujereadas para que se hundiesen en su paseo por el rio Loira; el envenenamiento de los pozos, el matar a los prisioneros de hambre, frio y enfermedades no atendidas. Además, los niños más pequeños eran aplastados bajo los cascos de los caballos revolucionarios.
La exterminación fue tal que, asombró y aterrorizó, a los mismos revolucionarios. El General revolucionario Westerman llegó a exclamar: “Ya no hay Vendée. Ha muerto bajo nuestro sable libre, con sus mujeres y niños”. Una proclama de 1973 declaraba: «La Vendée acabará despoblada, pero la República será vengada y estará tranquila… Hermanos, que el Terror no deje de estar a la orden del día y todo irá bien. Salud y fraternidad”. Un dato muy interesante es que, fue un político revolucionario, Gracchus Babeuf, quien acuñó el término “populicidio» (ya que no se había inventado el término “genocidio”) para describir el exterminio de los campesinos de la Vendée.
Los revolucionarios mostraron sus verdaderas intenciones desde un inicio. El movimiento que prometió construir un edén, lleno de caos, sangre y terror a toda Francia; y en especial a la Vendée, con sus terribles crímenes y encarnizadas batallas que sembraron la división y la desconfianza entre los mismos franceses. Por un lado, estuvieron los dirigentes revolucionarios, formado en su mayoría por nobles, intelectuales, alta burguesía y personas que vivían en las grandes ciudades. Por el otro, el pueblo llano, campesinos y artesanos mayoritariamente, leales al trono y, sobre todo y ante todo, al altar; permaneciendo fieles a la santa religión. Y si bien el levantamiento de la Vendée es el más emblemático, no fue ésta la única región donde el pueblo se levantó, no cayendo en el engaño de quienes no buscaron acabar con las injusticias, sino utilizarlas para invertir por completo el sistema moral y cultural; a través de una nueva religión que, a la vez que endiosaba al hombre aniquilaba a todos aquellos que se opusieran a la revolución.
La Vendée, sin embargo, aunque aparentemente derrotada no ha sido olvidada. En 1985, el historiador francés Reynald Sécher defendió en su: “Tesis de Estado”, que la Vendée había sufrido un genocidio calculado por el mismo Estado. Y en el 2007, nueve diputados franceses, basándose en los trabajos de Secher y Ragon presentaron una propuesta en la Asamblea Nacional, proponiendo el reconocimiento del genocidio vandeano. Sobra decir que la propuesta fue rechazada.
La infamia cometida en la Vendée, la cual ha sido deliberadamente ocultada por propios y extraños; nos muestra que no pocas veces, bajo los principios de libertad y soberanía popular sin límites, se termina por sembrar el caos, la anarquía y finalmente la muerte. Las “luces” de la ilustración y la revolución francesa, se vieron pronto opacadas por la oscuridad que, siempre acaba trayendo la impiedad. No bastan las buenas intenciones, pues éstas, no pocas veces pavimentan; no el camino al paraíso sino el camino en dirección contraria. Parafraseando a San Agustín podemos concluir que: “El amor al hombre hasta el desprecio de Dios que caracterizó a la revolución francesa, no podía sino acabar, por despreciar al hombre”.
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