Por Javier Mª Pérez-Roldán y Suanzes-Carpegna

En el carlismo, como en toda comunidad humana, siempre hubo numerosos matices, y hubo y hay y habrá diferentes «corrientes internas» como se las llama ahora. Sin embargo, hay una parte que es esencial al tradicionalismo, y cuya ausencia o adulteración hacen cambiar su naturaleza, de forma tal que ya no puede hablarse de Tradicionalismo, sino de otra cosa.

Hoy que hay tantas «corrientes de pensamiento» que de alguna manera se presentan como tradicionalistas (neconservadores, liberales conservadores, derecha patriota, tradicionalistas «conservadores», etc.) conviene aclarar algunos conceptos para los lectores incautos.

No son Tradicionalistas aquellos que reclaman una supuesta tradición pagana, pues la Tradición, para ser tal, tiene que ser respetuosa con la Verdad de las cosas, con lo que Dios quiso para cada una de ellas. Y tampoco son tradicionalistas aquellos que defienden una especie de Tradición fijista o congelada en el tiempo. Y es que el carácter dinámico de la Tradición es su esencia, pues no en vano la Tradición debe servir para resolver los problemas sociales y políticos de cada momento histórico, y no para la simple erudición. Por eso no son tradicionalistas aquellos que pretenden aprehenderla como objeto de estudio científico para poder guardarla en una vitrina y que no le afecte ni el polvo del camino ni pueda perfeccionarse, dinámicamente, para adaptarse a las necesidades presentes. Matan así, sin quererlo o sin saberlo, a la Tradición misma.

No es Tradicionalista aquel que pretende tener la Verdad (en sociedad y en política) sin acompañarla de caridad. Y es que la auténtica tradición no puede apartarse de aquella máxima evangélica de «veritas in caritate» (Ef 4,15). El auténtico Tradicionalista es depositario de una doctrina social y política que sabe que nunca puede utilizar como instrumento de agresión o como elemento de confrontación, sino que debe difundir con caridad para que otros, por esta vía suave del amor al prójimo por ser también hijo de Dios, puedan llegar a la verdad. La Tradición es una flor que nace y vive arraigada en el la caridad, y que si se la corta y se la separa de tal sustrato para guardarla, muere ajada entre las manos de quien quiso disfrutar privadamente de su perfume. 

Al auténtico Tradicionalista le devora el celo del apostolado, pues es consciente de que Dios le concedió la gracia de conocer la verdad, y ello, además, no por méritos propios. Por eso se embarca en todo tipo de campañas activas, si bien nunca abandona «al Dios de las obras, por las obras de Dios». Y por eso, no es puntilloso, pues recuerda siempre aquello de Colosenses 3:21 o de Efesios 6:4 y sabe que no debe exasperar a sus «catecúmenos» ni  debe provocarles a ira. Es paciente, porque sabe que él nunca terminará la obra, y que otros vendrán que la continuará.

Y en esta labor de apostolado sabe que debe defender la Verdad íntegra, sin claudicaciones doctrinales ni de principios; pero sabe igualmente que acercarse a liberales y/o pecadores y/o publicanos para convertirlos no pone en peligro la verdad de la Tradición, pues como nos enseñó nuestro Divino Maestro: «No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores» [San Marcos (2,13-17)].

El Tradicionalista no considera enemigo al que yerra, y por eso no desciende nunca al insulto personal, ni a la mofa, ni contesta los ataques personales del errado, ni se refugia en el anonimato o el pseudónimo. Muy al contrario, cuando más le atacan, más se empeña en actuar con caballerosidad, pues su regla de oro es aborrecer con todas sus fuerzas el pecado y el error, y amar con todas sus fuerzas al errado y al pecador.

El auténtico tradicionalista sabe que lo bueno es bueno lo practique quien lo practique, y que lo verdadero es verdadero, lo diga quien lo diga. Por eso no muestra contrariedad ante las cosas bien hechas por otros, aunque no sean los «suyos».  Y por eso, no muestra temor a integrar en la Tradición las cosas moralmente buenas que pudieran tener su origen en fuentes ajenas a la Tradición. 

Al buen tradicionalista no le duelen prendas cuando debe reconocer un error, pues se reconoce contingente y falible. Y por eso no pontifica de lo que no sabe.

El buen tradicionalista se expresa con sencillez, pues lo sencillo es manifestación de perfección, como tan bien explicó el doctor angélico. No busca el hermetismo del alquimista, ni la tramoya de quien imposta, sino la apelación directa de quien dice la verdad tal como es.

Y finalmente, ni lucha, ni actúa, ni habla ni escribe por desamor a nadie, sino que lucha, y actúa y habla y escribe por amor a la Tradición, y es que su deber no es tanto luchar contra lo que tiene delante, sino por lo que tiene detrás.

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El Tradicionalista, al fin, no busca el aplauso del mundo, ni el éxito temporal, ni el brillar en un pequeño «grupo» de selectos que le tengan por guía, pues sabe que Maestro solo hay uno, y que el auténtico galardón se obtiene en otra vida, y que es un premio, además, que solo obtendrá si es fiel en lo pequeño, y que será obra no de los méritos propios, sino de los méritos de Aquel que vino a cargar su Cruz y morir en ella.

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