Por José Roca y Ponsa (1852- 1938)
Hay algo que impide la acción católica. Es el miedo al daño que nos pueden hacer los enemigos de Cristo si nos oponemos y resistimos a sus errores y a su propaganda con sus actos violentos.
Que este mal existe es un hecho tristísimo. Sin él, unidos y fortalecidos todos los católicos, constituiríamos una falange invencible contra la cual se estrellarían los ataques de nuestros enemigos.
El miedo al perjuicio que puede resultar para nuestros intereses o personas impide el ejercicio de nuestros derechos, la propaganda activa de nuestros ideales, y el acercarnos al pueblo indiferente o pervertido para ilustrarle, atraerle, e impedir sea víctima de hombres malvados que le explotan corrompiéndole, etc.
¿Por qué hemos de temer?
Donde hay un hombre, hay otro hombre, y, no serían tan atrevidos contra nosotros, si supieran que estamos prevenidos en nuestra defensa, dispuestos a oponer, propaganda a propaganda, prensa católica a prensa sectaria, mítines a mítines, sabiendo dar respuestas contundentes, oponiendo al atropello, la fuerza al servicio de la justicia y del derecho.
¿Hay cosa más baja y ruin que el miedo teniendo la razón y el derecho? ¿No es un contrasentido que se muestren valientes para el mal los sectarios y que los católicos seamos tímidos y huyamos cobardes y dejemos el campo libre al enemigo?
El miedo disminuye, o nos roba del todo nuestra condición de hombres y nos impide cumplir nuestros deberes de ciudadanía y de catolicidad. El ciudadano y el católico han de ser valientes, si son lógicos, si aman a Dios sobre todas las cosas, y a la Patria porque es nuestra Madre y lo quiere Dios. De lo contrario venimos a autorizar con nuestra inacción y el temor, los atropellos de que somos víctimas y nos sometemos indefensos a la ferocidad salvaje de los sectarios, que saben bien que, de esta suerte, se imponen.
La Patria herida en su fe, en su dignidad, en su honor, de múltiples maneras, nos pide, reclama y exige que respondamos al atrevimiento y falta de pudor y vergüenza de los sectarios, con nuestro valor, sacrificando todo lo que sea preciso para oponernos al torrente de impiedad que trata de arrollarlo todo.
Fuera miedo; valor y espíritu de sacrificio, es lo que de nosotros espera la Patria oprimida, nuestra dignidad de hombres y nuestra fe de cristianos.
Cristo Señor nuestro nos impone este valor: nos dice terminantemente que no hemos de temer aunque nos persigan y nos calumnien y nos encarcelen y nos maten.
Así triunfaron los apóstoles, así triunfaron los mártires, así ha podido extender su saludable, libertadora y civilizadora influencia la Iglesia Santa, gracias a la abnegación, sacrificios, sufrimientos y aun valor a toda prueba para oponerse a la invasión del error y del mal que hacen a los hombres desgraciados.
El que no tiene este valor no es cristiano: el que no está dispuesto a padecer y morir por la Iglesia no es católico; el que no sabe defender sus ideales católicos y patrióticos, no es hombre.
No lo olvidemos. Fuera egoísmos, somos responsables del mal que no evitamos por inconvenientes de poquísima importancia; no lo olvidemos: somos culpables del mal que por cobardía no impedimos.
Seamos hombres, españoles, católicos, discípulos de Cristo crucificado, por nuestro valor, pisoteando todo respeto humano y el miedo innoble e irracional a todos los males de la tierra. El miedo nos pierde; el valor nos salva. Pensadlo bien y a desterrar todo lo que sea egoísmo, aunque vaya disfrazado por la máscara de la prudencia. Es la prudencia de la carne que condena el Apóstol de las gentes, no es la prudencia racional y cristiana que jamás desiste de sus fines, empleando los medios más eficaces aunque sea a costa de grandes sacrificios. Seamos santamente imprudentes y seamos honorablemente discretos, exponiendo lo menos para salvar lo más. Aspiremos a la gloria de los héroes y los mártires.
Todo lo merece Dios, la desgraciada España y la Iglesia.
Abajo los cobardes, vivan los valientes.
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