El Señor Jesús nos dijo: «Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso».
Ciertamente estamos llamados a vivir la virtud de la humildad, como Jesús, como la Virgen María, como los santos y santas de ayer y de hoy.
Escribo estas líneas tras regresar de una peregrinación a San Sebastián de Garabandal (en Cantabria, España), pues en ese apartado pueblecito, entre los años 1961 a 1965, se dieron una serie de fenómenos sobrenaturales, testigos de los cuales fueron cuatro niñas del lugar, las cuatro muy buenas y muy religiosas, a quienes Dios escogió para comunicar unos mensajes destinados a darse a conocer a todo el mundo.
Las niñas contaban cómo se les apareció el ángel San Miguel y también la Santísima Virgen María, que venía simplemente a ayudarnos en nuestro camino de conversión y santificación.
Los mensajes del cielo nos invitan a ser buenos cristianos de verdad, a rezar con fe y devoción, a visitar frecuentemente al Señor en el sagrario y a cultivar nuestra amistad con él, a no estar tan pendientes de las cosas materiales ni obsesionarnos con ellas, nos invitan a la fe en Dios, a la caridad fraterna, a la esperanza viva, la que nunca falla porque está anclada en Dios mismo.
Todo ello con la finalidad de no llevar una vida mundana ni disipada, sino totalmente centrada en Dios.
Y como Dios lo hace todo bien, quiso que la Virgen Santísima se apareciese a estas niñas y les comunicase sus mensajes, no para infundirnos miedo, sino para llamarnos a la conversión y al arrepentimiento.
Por supuesto, una cosa son las formas y otra el contenido religioso de los mensajes que es necesario saber interpretar correctamente para no caer en el error ni en falsas visiones, obedeciendo siempre y siendo fieles a la Autoridad de la Iglesia, nuestra madre en la fe.
Me llama la atención que Dios eligiese a estas niñas sencillas, humildes, con poca formación humana y religiosa, pero muy fieles a las enseñanzas de la Iglesia, pues nada en las apariciones va contra la sana doctrina eclesial; más bien al contrario la confirman, lo cual es algo importantísimo.
Merece la pena acercarse a San Sebastián de Garabandal, allá en los montes cántabros, y visitar la pequeña iglesia, confesarse, participar en la Eucaristía, orar con fe y devoción al Señor, a la Virgen, a San Miguel, a San Sebastián, compartir por unos días la vida con los pocos habitantes del lugar y con los muchos peregrinos que llegan casi todos los días a dar gracias o a pedir favores al Señor por medio de su madre María.
Vale la pena visitar La Calleja, subir a Los Pinos, contemplar el hermoso paisaje, obra de Dios Creador, conversar con el Señor y con la Virgen María, entablar buenas relaciones de amistad con los demás, escuchar, estar atentos, preguntar poco y dejarse sorprender por lo que Dios quiera decirle a cada uno o al grupo (si es que se peregrina grupalmente)
El párroco del pueblo es un hombre bueno, sensato, inteligente, encantador; merece la pena conversar con él y escucharle con atención, pues es un hombre de Dios que solo sabe hablar de Jesús y de María, como buen sacerdote que es.
Allí no hay nada espectacular porque a la Virgen no le gustan los espectáculos ni las algarabías.
Allí se sube a orar, a escuchar la Palabra de Dios, a celebrar los Sacramentos, a conocer la historia que fascinó a muchos en los años sesenta del siglo pasado y que todavía hoy sigue fascinando a tantos.
Allí se sube a hacer silencio interior y exterior, pues todo invita a la oración y a la contemplación, a la adoración al Señor en la Sagrada Eucaristía.
Allí se nota la presencia de la Madre que nos invita a rezar el santo rosario por nosotros y por la paz en todo el mundo.
Y cuando alguien hace esta experiencia con espíritu de fe, vuelve a su casa renovado interiormente y con ganas de ser mejor cristiano y con ganas de contar a los demás lo que ha visto y oído.
Pedimos a Dios que se haga realidad lo que rezamos en una de las oraciones oficiales de la Iglesia: que pasemos del amor a las cosas de la tierra al amor de los bienes del cielo, que son los permanentes y nunca pasan ni defraudan
P. José Vicente Martínez.
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