Hoja Informativa Roca y Ponsa nº12 (Julio de 1984)
La Soberanía democrática
La Constitución que pretende actualmente regir la vida de los españoles dice dos cosas, gracias a las cuales España puede considerarse integrada (teóricamente al menos) en el conjunto de estados modernos a que ha venido a parar la vieja civilización cristiana occidental después de la llamada Revolución Francesa, que fue universal:
- «La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado» (artículo 1, párrafo 2º).
- «Los partidos políticos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política…» (artículo 6).
La primera es simplemente una declaración programática, una frase bonita imprescindible en toda democracia moderna. Es inútil, como dogma muerto que ya nadie cree, pues es obvio que la única «soberanía» que ejercita el pueblo es meter (o dejar de meter) una papeleta en la urna cada cuatro o cinco años. No obstante, lo que sí clarifica ese artículo es un concepto unívoco y vertical de soberanía, de soberanía política concretamente.
La segunda frase es menos superficial, más profunda; menos abstracta, más concreta: consagra los partidos políticos como causa y efecto («formación y manifestación») de la soberanía y además su «instrumento fundamental». O sea, que los partidos políticos son TODO y que sin ellos no hay voluntad popular, ni soberanía, ni libertad, ni sociedad, ni nada…
Vamos grosso modo como se construyó y funciona la estructura de la soberanía popular en la España de hoy: los gerifaltes internacionales de los partidos políticos señalan a dedo a las cabezas nacionales. Estos se reúnen y entre todos hacen por consenso la Constitución (aunque lógicamente ninguno esté completamente de acuerdo con todo lo que ésta dice y todos aspiran a reformarla y malinterpretarla cuando lleguen al poder). Esta será la norma suprema del juego político y por un referéndum sin alternativas, propio de dictaduras, es sometida a la aprobación del pueblo. El pueblo, temeroso de la incertidumbre del «no» y con las ideas bien lavadas por una abrumadora propaganda, aprueba la Constitución mayoritariamente (¿?) sin haberla leído siquiera. Después, y sólo después, aquellos jefes nacionales de los partidos políticos se nombran a sí mismos candidatos y son elegidos democráticamente y forman el Gobierno de España. Después, y solo después, estos jefes designarán a los candidatos del partido para los gobiernos autónomos y provinciales, los cuales, por supuesto, serán elegidos democráticamente. Después, y solo después, los capitostes regionales y provinciales nombrarán candidatos para los municipios y ¡oh milagro! Tendremos por fin alcaldes democráticos.
Así es posible que los partidos políticos, perfectamente jerarquizados en los niveles mundiales, europeos, nacionales, regionales, provinciales y municipales, puedan llegar a dominar, y de hecho dominen, hasta los más pequeños ayuntamientos de la Patria, es decir, al pueblo.
Los partidos políticos mayoritarios son siempre meras sucursales de sus internacionales correspondientes (la Socialista, la Liberal, la Conservadora, la Demócrata-cristiana, etc.), que obedecen órdenes y consignas impuestas de arriba hacia abajo, y ganan siempre las elecciones porque son los que más dinero tienen para hacer propaganda.
Los partidos políticos derraman disciplinariamente su soberanía política por todos los niveles desde el Estado hasta el pueblo, que constitucionalmente se obligó a aceptarla. El colmo es que a este sistema se llame Estado de Autonomías.
Poco importa a los demócratas que esta manera de ejercer la soberanía sea precisamente todo lo contrario de lo que quiere significar la utópica palabra democracia.
¿Porqué sucede esto? ¿Porqué el pueblo lo acepta? Para nosotros la respuesta está clara: por ignorancia. La Revolución ha hecho olvidar el concepto tradicional de soberanía.
La Soberanía tradicional
El sistema de la soberanía tradicional se ejerció durante siglos y por él los pueblos de Las Españas fueron libres, dando la «casualidad» que fueron estos siglos los únicos años de nuestra historia patria que pueden escribirse y están escritos con letras de oro en la historia universal.
La Tradición española consideró y practicó siempre dos clases de soberanía:
- SOBERANÍA SOCIAL que asciende de abajo hacia arriba. Nace del individuo, la familia y las profesiones (gremios) para establecer el municipio y sigue de los municipios para formar la comarca y del conjunto de comarcas surge el Gobierno Regional. Y el conjunto de regiones federadas forma el Estado.
- SOBERANÍA POLÍTICA que es de otra naturaleza y emana del Rey (el cual reina y gobierna asistido por el Consejo Real) hacia abajo y que debe pactar con la soberanía social de las diferentes regiones reunidas en Cortes los pormenores del gobierno general de la nación (Justicia, Ejército, Relaciones Exteriores, etc.) y no más que el gobierno general de la nación, porque se sobreentiende que cada región en su interior es autárquica.
Del equilibrio de estas dos soberanías evidentemente, depende en gran parte el buen gobierno. El ajuste del contrapeso de ambas soberanías engendra ni más ni menos que la legitimidad de ejercicio que la soberanía social cristianísima del sistema tradicional siempre exigió y exige a los reyes, que es tanto o más importante que la legitimidad de origen que rige el orden sucesorio.
Esta manera tan natural, lógica, razonable y por lo tanto anticuada… de comprender la soberanía, jamás permitiría que una esfera social soberana se viera invadida impunemente por intrusismos de nivel superior, pues el poder de estos siempre dependería directamente de la voluntad de aquella. El alcalde no invalidaría el ámbito de las libertades individuales ni familiares, ni las comarcas intervendrían en los Ayuntamientos, ni el gobierno regional se metería a contrapelo en asuntos de la administración comarcal. Porque si algún atropello de estos sucediera, el estamento agraviado solicitaría la Justicia Real. Sin embargo, y por la misma razón, cuando el ámbito inferior solicitara un auxilio razonable de un nivel superior, éste sería atendido en virtud del Principio de Subsidiaridad.
Guardaríase, además, el Rey y su Consejo de que su soberanía política no invadiera el campo de la soberanía social, porque en esa veleidad absolutista se jugaría el orden de sus reinos, la Corona y aún la cabeza, como sucedió varias veces.
Hoy la soberanía política invade y pulveriza toda soberanía social, sino el más mínimo peligro inmediato… para los reyes, ya que todos han aceptado su irresponsabilidad constitucional. Esta es la penúltima consecuencia de la democracia moderna que nació en Francia en el año 1789 y llegó a España en 1812, al final: el socialismo. De la consecuencia última es vano hablar porque la muestra salta a la vista si comparamos un mapa-mundi actúa con otro anterior a 1917: más de medio planeta sometido a la diabólica dictadura comunista.
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