El liberalismo, como no puede ser de otro modo, entiende la libertad desde una perspectiva individualista, así la libertad encuentra como único límite la libertad de los otros, es decir, se concibe la libertad únicamente desde el individuo como una esfera particular de la que puede disponer a su antojo mientras esa esfera no entre en contacto con las esferas particulares del resto.
De esta forma se rompe con la concepción cristiana de la libertad, que vista desde la perspectiva que aquí tratamos, viene constituida por un hacer que no solo no impida el hacer de los demás, sino que contribuya al bien común. Esta verdadera libertad, esta verdadera concepción comunitaria, encuentra su justificación en la propia concepción básica de la sociedad desde la familia.
El liberalismo concibe la sociedad como mero agregado de individuos que no pueden colisionar en sus intereses, a diferencia de la concepción recta de la sociedad como conjunto de familias que precisamente confluyen en sus intereses y objetivos.
Aplicando la teoría de los conjuntos podríamos decir que el liberalismo concibe la sociedad integrada por individuos que se presentarían a forma de círculos secantes, sin embargo, el catolicismo concibe a las personas como círculos superpuestos al coincidir los intereses de los individuos, con los intereses de sus propias familias, y estos con los intereses de la propia sociedad.
Esto viene reflejado con gran maestría cuando al gran Lope de Vega en su obra «Fuenteovejuna» hace que el interés de todos los convecinos les lleve a confesar aquello de «Fuentovejuna, todos a una». Esa unidad reflejada en nuestro clásico hoy sería una solución imposible en nuestras sociedades inspiradas por un individualismo enfermizo en el que no se concibe el interés familiar, ni el interés local, ni el interés concreto de una región, ni mucho menos el interés de una comunidad. Actualmente cualquier interés comunitario es visto con sospecha, cualquier tradición que trascienda al individuo es vista con recelo.
Ante ese individualismo destructor nuestra obligación es hablar una vez más de comunitarismo y de familias, y evidentemente hemos de distinguir entre el verdadero comunitarismo y el falso de filiación comunista, pues este último es hijo de la Revolución, constituyendo una perversión de la comunidad, pues en el comunismo no confluyen los intereses de las familias, ni prima el bien común, sino que el estado difunde los supuestos intereses que la comunidad tiene que compartir por imperativo legal, es decir, el comunismo concibe, al igual que el liberalismo, que el bien a proteger no es la familia, ni la comunidad, ni el bien común, sino el bien artificial y arbitrario del estado, realidad meramente administrativa a la que se obliga a rendir culto irracional.
Carlos María Pérez- Roldán y Suanzes- Carpegna
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