El éxito de las revoluciones de inspiración marxista, no se debe, necesariamente, a sus doctrinas, se debe más bien, al ímpetu con el que despliegan sus fuerzas físicas, propagandistas, mediáticas, políticas o militares, todas ellas dirigidas al único objetivo que subsiste en la mente revolucionaria: el asalto al poder. Aún con todo y que sus doctrinas revolucionarias tienen de verdadero lo que tiene de cierto la astrología o la lectura de las cartas, lo que nadie podrá negar, es que en el terreno de lo práctico, se gradúan summa cum laude.
Porque a esta gente no les interesa la Patria, la astucia es su bandera y la mentira es su mejor cualidad. De esto la historia nos ha mostrado evidencia suficiente como para no creerle a los marxistas ni una sola palabra de lo que dicen en público. Pero resulta que los sentimientos son fuerzas que la razón es incapaz de domar cuando frente a los oradores populistas se congregan hombres sedientos de vana palabrería y de promesas nobles que, en boca de revolucionarios es imposible que se hagan realidad.
Y sin embargo ¡Cómo somos los hombres de cualquier tiempo! Ni siquiera las experiencias totalitarias del siglo XX nos han podido persuadiar de que los hombres forjados al calor de los dogmas del comunismo marxista, una vez que han alcanzado el poder, hacen de las promesas lanzadas a las masas ignorantes, papeles mojados. Hugo Chávez se presentó en la palestra pública con tinte democrático. Una vez al mando de Venezuela hizo todo lo contrario. Daniel Ortega pidió perdón en el dos mil seis prometiendo no reincidir en los ‘excesos’ de los años ochenta. Hoy Nicaragua se encamina hacia un Estado totalitario. Boric llevará a Chile hacia su desintegración y unidad y seguramente, o al menos muy probablemente, en Colombia Gustavo Petro impondrá su proyecto socialista. Todos los profetas, caudillos y mesías, instruídos en esas doctrinas revolucionarias convencen a la gente de que traen solaz a los hombres. Pero las palabras dichas se disuelven en las acciones y las acciones, más temprano que tarde proyectan el espíritu tirano, demagogo y totalitario de los hombres que lideran las revoluciones.
Pero, aún con el desastre que supone que al poder asciendan estos sujetos, necesariamente tenemos que admitir el compromiso y la disposición política de estos fanáticos del poder, pues al menos en la desgraciada Hispanoamérica, han sido capaces de retomar el poder que habían perdido con todo y la evidencia de sus antiguos fracasos y han convencido nuevamente a los incautos y sedientos de palabrería, que las ideas revolucionarias, liberarán a los hombres para dirigirlos hacia el progreso indefinido. Y ¡Qué problema! Pues aunque los fracasos siempre refutan el discurso de los revolucionarios, los pueblos nunca escarmientan y, cuando estos fascinerosos ya no pueden seguir sosteniendo lo que ya no pueden seguir prometiendo, los pueblos mismos son los que experimentan la mano de hierro con la que se impone la voluntad de estos tiranos. Siempre hay que sospechar, desconfiar y huír de los revolucionarios. Nunca nos depara nada bueno.
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