En una noche de julio de 1216, un fraile oraba fervientemente en el interior de una cueva del bosque. Pedía a Dios la virtud de la humildad. El frailecito se llamaba Francisco y, aunque tenía solo 34 años, era ya conocido y amado por muchos.
Doce años más tarde y solo 22 meses después de su tránsito, la Iglesia le declaraba santo, aunque el poverello se consideró siempre un gran pecador.
En el silencio de la noche, Francisco de Asís rogaba a Dios todopoderoso que tuviese misericordia de los pobres pecadores, siendo él el primero de ellos.
Francisco pensaba en su juventud. Antes de su conversión había sido inquieto, frívolo, ambicioso, mujeriego, amigo del buen vivir, del dinero, del poder, de las riquezas, de los placeres mundanos. Raramente tenía tiempo para Dios y le daba asco ver a los leprosos.
Aquella noche de 1216 el Señor le preguntó:
-¿Quién puede hacerte mayor bien, el amo o el siervo?
Naturalmente, el amo, y Francisco reconocía verdaderamente que el amo, en este caso, era Nuestro Señor Jesucristo, que abrazó la Cruz por y para la salvación de toda la humanidad.
El Amo le miró con ternura y le dijo:
-Francisco, repara mi Iglesia.
Desde entonces, cuando el poverello se acordaba del inmenso amor del Salvador y de la ternura con que le había tratado, rompía en llanto y exclamaba:
-El Amor no es amado, el Amor no es amado.
Al principio, Francisco entendió las palabras de Jesús literalmente y se puso a reparar materialmente la capilla donde había tenido aquella experiencia de amor y de misericordia por parte de Jesús.
Después bajó al bosque en el valle de Asís y reparó la vieja capilla de Nuestra Señora de los Ángeles, llamada Porciúncula (porción pequeña)
Debido a su devoción a la Virgen María y a los santos ángeles, tomó la Porciúncula como lugar para vivir. Fué allí donde los primeros hermanos y compañeros de Francisco se unieron a él en el deseo de vivir como Jesús, pobre, sin nada propio, casta y obedientemente, llevando a cabo el trabajo manual, cuidando a los leprosos y demás enfermos, mendigando y predicando el amor de Cristo y el amor a Dios y a los pobres.
Oprimido por el pensamiento de tener que ser el iniciador de una nueva Orden religiosa tal y como le había indicado el Papa, el pobre Francisco se echó al suelo y sólo le pedía al Señor que le perdonase todos los pecados de su vida pasada.
De contínuo repetía:
-Señor, apiádate de mí que soy un pobre pecador.
Luego sintió una dulce y amabilísima voz que le decía:
-Tus pecados han sido borrados.
Desde entonces sintió un deseo apasionado de que todo el mundo pudiese obtener el mismo favor celestial, es decir, la cancelación de los pecados, de todos los pecados de quienes verdaderamente se arrepintieran.
Regresó a la Porciúncula y se postró ante el altar, donde se le apareció la Virgen Santísima rodeada de ángeles y Nuestro Señor Jesucristo, el Salvador, el cual le dijo:
-Pide lo que quieras para la salvación de las almas.
Humildemente Francisco pidió que todos cuantos visitasen la Porciúncula arrepentidos de sus pecados y con el deseo de convertirse de todo corazón a Dios, recibiesen el perdón de todas sus faltas y la plena indulgencia.
Nuestro Señor así se lo concedió, pues Dios manifiesta especialmente su poder con el perdón y la misericordia.
Después de estos acontecimientos, Francisco se puso en camino hacia Peruggia junto con el hermano Mateo, pues había sido elegido un nuevo Papa: Honorio III.
El Santo Padre replicó a Francisco:
-No es muy razonable lo que pides, pues quien desea una indulgencia debe hacer un sacrificio. Pero bueno, ¿de cuántos años quieres que sea esta indulgencia?
Francisco dijo:
-No se trata de años ni de tiempos sino de las almas. Si le parece a Su Santidad, que todo el que entre en la pequeña capilla después de confesarse y haber recibido la absolución por parte del sacerdote, que se le borren todos los pecados y las penas temporales por los pecados cometidos en este mundo y también por las almas del purgatorio, para que salgan de allí y lleguen enseguida al cielo.
Entonces, movido por el Espíritu Santo, el Papa Honorio III solemnemente exclamó por tres veces:
-Es mi deseo que te sea concedida tu petición.
Para la solemne inauguración de esta Indulgencia o Perdón de Asís se escogió el día 2 de agosto, fiesta de Nuestra Señora de los Ángeles.
Jesús y María confirmaron la aprobación del Gran Perdón de la Porciúncula.
Más tarde, los obispos de Asís y los Papas promulgaron documentos confirmando el Gran Perdón de la Porciúncula.
El Papa Gregorio XV hizo extensivo el Jubileo de la Porciúncula a todas las iglesias franciscanas del mundo.
En 1921, el Papa Benedicto XV canceló las restricciones, de manera que se pudiera obtener las indulgencias cualquier día del año.
Según el decreto del 15 de julio de 1988 se puede ganar la indulgencia en la Porciúncula a lo largo de todo el año, pero una sola vez cada día.
Todos los años, una multitud de fieles acuden a este santo lugar para recibir el Perdón de Asís.
Las condiciones para lucrar las indulgencias son:
-Visitar la Porciúncula o una iglesia o capilla u oratorio franciscano;
-Confesarse individualmente con un sacerdote; no vale lo de «yo me confieso con Dios y ya está»;
-Participar en la celebración de la Eucaristía y recibir la Sagrada Comunión;
-Orar por la salud y las intenciones del Papa.
Concretando, desde el mediodía del 1 de agosto hasta el final del 2 de agosto, todos los fieles pueden lucrar estas indulgencias siempre que cumplan con las condiciones señaladas más arriba.
Si a alguien le resulta imposible hacerlo en este intervalo de tiempo, puede igualmente lucrar la indulgencia para sí o para las almas del purgatorio cualquier día del año, observando las condiciones prescritas por la Iglesia.
(Pongamos un ejemplo: uno puede confesarse el día primero de agosto, visitar el templo o la capilla franciscana el día 2 del mismo mes y participar en la Misa recibiendo la Comunión y orando por las intenciones del Papa. Cada vez se gana una indulgencia plenaria y no pueden ganarse dos en el mismo día, excepto en caso de peligro de muerte)
Dios nos otorga no solo la gracia del Perdón, sino también la de la total remisión de las heridas que el pecado produce en nosotros (las marcas del pecado);
y de este modo la persona queda liberada, redimida, a punto para ingresar en el Cielo.
En todas las iglesias, capillas y casas franciscanas de España y del resto del mundo, los pecadores podemos obtener siempre el perdón de Dios y experimentar su misericordia y su paz.
Tan sencillo como confesándonos con un sacerdote, participando en la Santa Misa, recbiendo la Comunión y orando por las intenciones del Papa y también por nuestras intenciones particulares y por las intenciones de las almas más necesitadas espiritual y corporalmente.
¿Por qué no aprovechar el mes de agosto para realizar una buena confesión y cumplir los demás requisitos que la Iglesia exige para estas ocasiones?
Nueve siglos nos separan de aquel año de 1216, pero la misericordia de Dios nunca se agota, sino que su compasión por todos nosotros siempre se renueva, se renueva cada día y cada vez que nos acercamos a Él con el corazón humillado y quebrantado.
Demos gracias al Señor porque es bueno,
porque es eterna su misericordia.
Demos gracias a la Santísima Virgen de los Ángeles, que siempre ruega por nosotros y nos cuida.
Demos gracias a los santos Francisco y Clara de Asís, amigos fuertes de Dios y de todas las almas.
Y con los ángeles y los santos, bendigamos siempre al Dios vivo y verdadero, porque es eterna su misericordia y su gracia nunca se agota.
P. José Vicente Martínez, agosto de 2022.
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