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Religión

Vivir en el esplendor de la verdad

Seguir al Señor no nos es posible con nuestras solas fuerzas; necesitamos la gracia del Espíritu Santo para poder hacerlo.

Imagen con licencia Pixabay

El 6 de agosto de 1993,  el Papa Juan Pablo II  publicó su carta encíclica titulada  «Veritatis Splendor»  con el fin de aclarar algunos asuntos fundamentales de la moral de la Iglesia.
Hace ya 29 años  el Papa nos advertía de que era necesario reflexionar más a fondo sobre el conjunto de la enseñanza moral de la Iglesia  para recordar algunas verdades fundamentales de la fe católica que ya entonces corrían el riesgo de ser deformadas o negadas.

El diálogo de Jesús con el joven rico  (Mt. 19, 16-21) sirvió al Papa como hilo conductor para exponer el pensamiento de Cristo y de la Iglesia acerca de la moral cristiana.
«Si quieres entrar en la vida, guarda los Mandamientos» le respondió Jesús al joven,  y  añadió:  «No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio,  honra a tu padre y a tu madre  y  ama a tu prójimo como a tí mismo»
Los Mandamientos,  recordados por el Señor al joven, están destinados a tutelar el bien de la persona humana a través de la tutela de sus bienes particulares. Los Mandamientos constituyen la condición básica para el amor al prójimo y,  al mismo tiempo,  son su verificación. La observancia  del doble mandamiento  del amor a Dios y al prójimo lleva a la vida eterna.
En el Sermón de la Montaña,  que constituye la carta magna de la moral evangélica,  Jesús afirma que no ha venido  a  abolir la Ley y los Profetas,  sino a darles plenitud. Los dos Testamentos son explícitos en afirmar que  sin el amor al prójimo no es posible el amor a Dios;   pero también se dice que sólo arraigados en el amor de Dios seremos capaces de amar de verdad a nuestro prójimo.

Jesucristo  da  perfecto  cumplimiento a los Mandamientos de Dios. Sin embargo,  el joven rico no queda satisfecho con la respuesta que le da Jesús  y  parece como que le pregunta qué más debe hacer,  a lo que el Señor le responde que lo que debe hacer para llegar a la vida verdadera  es  seguirle,  adherirse a la Persona misma de Jesús,  compartir su vida y su destino,  participar en su obediencia libre a la voluntad del Padre. Jesús pide que le sigamos y que le imitemos en el camino del amor,  un amor que se da totalmente a los hermanos por amor a Dios.

«Este es mi mandamiento:  que os améis unos a otros como Yo os he amado»  (Jn. 15, 12)
Tras el coloquio del Señor con el joven,  éste se marchó triste porque era muy rico y no estaba dispuesto a desprenderse de sus bienes.

Los discípulos se alarmaron y se preguntaban entonces quién podría salvarse,  ante lo cual Jesús respondió: «Es imposible para los hombres, no para Dios, porque Dios lo puede todo»  (Mt. 19, 26)
Seguir al Señor no nos es posible con nuestras solas fuerzas; necesitamos la gracia del Espíritu Santo para poder hacerlo y para poder llevar una vida según la voluntad de Dios.
Los cristianos  hemos sido enriquecidos  con el don del Espíritu Santo que Dios ha derramado en nuestros corazones (Rm. 5, 5)    Ese Espíritu nos otorga poder amar a Dios  y  poder amar a los hermanos,  a todas las personas.
Promover y custodiar la fe recta  y  la vida moral auténtica  es  una  misión que Cristo confió a los Apóstoles y a sus Sucesores,  los obispos de la Iglesia, pues  Él  está con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo.
Interpretar auténticamente  la Palabra de Dios  oral o escrita  es misión que Cristo ha encomendado solamente al Magisterio de la Iglesia,  tal y como enseña el Vaticano II  en Dei Verbum, 8. Por eso  los cristianos y todos los hombres y mujeres de buena voluntad,  si quieren salvarse,  deben obedecer con amor y por amor al Magisterio de la Iglesia  y  no conformarse  a  la mentalidad de este mundo,  pues la Iglesia enseña lo que es conforme a la sana Doctrina (Tito  2, 1)

El hombre no deja de preguntarse  quién es él,  cuál es el sentido y la meta de nuestra vida,  qué es el bien y qué es el pecado,  cuál es el origen y el fin del dolor,  cuál es el camino para conseguir la verdadera felicidad,  qué es la muerte, el juicio y la retribución después de la muerte, cuál es ese Misterio último e inefable que abarca nuestra existencia, del que venimos y hacia el cual nos dirigimos.

Jesucristo  da  respuesta a todos estos interrogantes profundos  y  la Iglesia,  Esposa de Cristo,  tiene  el sagrado deber  de dar a conocer a todos la respuesta  que ilumina los interrogantes más profundos de la vida humana y de la muerte.

El Señor nos dice:   «Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres»  (Jn. 8, 32) Se apela a nuestra libertad,  no a lo que el mundo llama libertad,  sino a la libertad verdadera y auténtica que es la que el Señor nos regala y nos muestra. Y esa verdadera libertad  consiste  para el cristiano  en obedecer a la  Ley de Dios  expresada en los Mandamientos y en las Bienaventuranzas.
Tenemos la Ley de Dios inscrita en nuestro corazón y estamos llamados  a vivirla,  a practicarla con amor y desde el amor,  que es la plenitud de la Ley.

Si queremos ser felices en este mundo y en el otro debemos buscar la verdad y el bien.Y el bien supremo y la verdad sin error  proceden de Dios mismo,  o expresado de otro modo:  Dios es el bien, la verdad y la belleza suprema.

Ciertamente es necesaria la elección fundamental,  pero ésta no debe separarse de los comportamientos humanos concretos,  tal y como explicita San Juan Pablo II  en los números 65 al 68 de la encíclica que comentamos.

El Catecismo de la Iglesia Católica de 1992  subraya la necesidad  y  la  importancia de distinguir entre pecado mortal y pecado venial. El pecado mortal  es el acto mediante el cual el hombre, con libertad y conocimiento,  rechaza a Dios y rechaza la alianza de amor que Dios le propone,  prefiriendo volverse a sí mismo o a alguna realidad creada y finita, a algo contrario a la voluntad divina.

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Puede leer:  Profecías de San Luis Orione

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El pecado venial deja subsistir la caridad,  aunque la ofende y la hiere  (núm. 1855 del Catecismo;  ver también los números 1846 al 1876 del mismo Catecismo)

La Iglesia enseña que hay un mal intrínseco,  pues no es lícito hacer el mal para lograr el bien (Rm. 3, 8) Hay actos intrínsecamente malos,  algunos de los cuales señala San Pablo  en  1ª Cor. 6, 9-10,  y  hay  actos  irremediablemente malos,  ya que por sí y en sí mismos no son ordenables a Dios y al bien de la persona. Las circunstancias y las condiciones  nunca podrán transformar  un acto intrínsecamente deshonesto  en un acto subjetivamente honesto o justificable como elección.

La  encíclica  se  pregunta  acerca de la relación entre la libertad y la verdad,  entre la libertad del hombre y la ley de Dios. Bien sabemos que  el bien de la persona consiste en estar en la verdad y en realizar la verdad.

Urge recuperar y presentar el verdadero rostro de la fe cristiana,  que no es simplemente un conjunto de proposiciones que se han de acoger y ratificar con la mente,   sino el conocimiento de Cristo vivido personalmente,  la memoria viva de sus mandamientos, la verdad que se ha de hacer vida;   y  una palabra no es acogida auténticamente si no se traduce en hechos,  si no es puesta en práctica,  pues la fe es una decisión que afecta a toda la existencia:
-Vosotros sois la luz del mundo,  nos dice el Señor.   Brille así vuestra luz ante los hombres para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre celestial  (Mt. 5, 14 y ss.)

Estas obras son,  sobre todo,  las de la caridad,  las del amor de donación,  de entrega,  de servicio desinteresado;  de ahí que el martirio sea  «exaltación de la santidad inviolable de la Ley de Dios» Y así como hay actos intrínsecamente malos,  también hay actos intrínsecamente buenos.

La Iglesia de Cristo  también enseña  las normas morales universales e inmutables al servicio de la persona y de la sociedad  (Ver V.S.,  núms. 95-97). La moral  tiene que ver  con la renovación de la vida personal,  familiar,  social y política.   Por encima de todo se ha de buscar  el bien  de cada persona humana y de todos y cada uno de los pueblos de la tierra, el bien común.

Para  obedecer  la  Ley de Dios  y  poder hacer su voluntad  es necesaria la gracia divina.    «Dios no rechaza a quien ve,  porque purifica a quienes mira.  Ante Él  arde  un fuego que quema la culpa»   afirma san Ambrosio.

El momento que estamos viviendo   -escribía Juan Pablo II en 1993-    es el de  «un formidable desafío a la nueva evangelización, es decir, al anuncio del Evangelio, siempre nuevo y siempre portador de novedad,  una evangelización que debe ser nueva  en sus métodos,  en su ardor y en su expresión». Y como la evangelización y la nueva evangelización comporta también el anuncio y la propuesta moral,  es necesario  hacer una valiente llamada a la fe y a la conversión:   «Convertíos y creed en el Evangelio»  (Mc. 1, 15)

La vida de los santos y santas  no solamente constituye «una verdadera confesión de fe y un impulso para su comunicación a los demás»,   sino también   «una glorificación de Dios y de su infinita santidad,  porque de esa santidad participamos los que creemos en  Él  y seguimos a Jesucristo con la fuerza del Espíritu Santo»

De ahí que  la Iglesia  no deje de invitarnos constantemente a la oración,  a la meditación e interiorización de la Palabra de Dios,  a la celebración de los sacramentos,  sobre todo la Penitencia y la Eucaristía.

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Los teólogos moralistas católicos  no deben enseñar doctrinas contrarias a la fe  y  a la moral de la Iglesia, antes al contrario,  están al servicio de la Iglesia y deben insertarse dinámicamente en ella para ayudar a todos los fieles a vivir santamente tal y como desea la misma Iglesia.

Para que todo esto sea realmente posible,  oramos  a la Stma. Virgen María,  diciéndole:

"María,  Madre de misericordia,
cuida de todos para que no se haga inútil
la Cruz de Cristo,
para que el hombre no pierda
el camino del bien,
no pierda la conciencia del pecado
y  crezca  en la esperanza en Dios, 
rico en misericordia,
para que haga libremente las buenas obras
que  Él  le asignó
y,  de esta manera,
toda su vida sea
un himno a su gloria"

José Vicente Martínez.

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