Que Alexander Dugin es un pensador controvertido, polémico, de ello no cabe ninguna duda. 
Personalmente, su trayectoria se me antoja un tanto errática, sus postulados euroasianistas un tanto desmesurados y no pocas de sus proclamas profundamente desacertadas (me estoy acordando, por ejemplo, de su postura favorable a la independencia catalana). 

Más valiosa, en cambio, me parece su doctrina geopolítica en lo que se refiere a la multipolaridad y, especialmente, su crítica -harto lúcida por otra parte- hacia un liberalismo que, derrotados el fascismo y el comunismo, ejerce hoy de Argos de los Mil Ojos global desde los innombrables cenáculos financieros. 

Dicho esto, el atentado mortal cometido contra su hija (y dirigido en realidad contra él) constituye un crimen de una ignominia supina, infinita. 

A lo que se ve, los autores materiales de semejante tropelía están ya identificados («identificada», mejor dicho: queda aún por verificar sus casi seguras ramificaciones). 
Con todo, los peores son sus autores intelectuales, aquéllos que (al unísono, siguiendo los dictados sistémicos) no han dudado en colocar (a través de los medios de comunicación y durante este tiempo) al teórico ruso en el centro de la diana, presentándolo como un «malévolo Rasputin a la sombra del malvado Putin», algo rotundamente falso. 

En ese sentido, queda claro el carácter totalitario del proyecto globalista -del que los políticos, altos funcionarios y periodistas occidentales únicamente son marionetas, cipayos y mamporreros-, el cual no admite disidencias ni debates.
También la falta de escrúpulos con la que actúan los «fontaneros» de tan demoníaco proyecto, perpetrando -con total impunidad- sus tropelías allí donde la plutocracia mundialista considere oportunas para el cumplimiento de sus espurios designios. 
Ricardo Herreras

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