Todas las ideologías surgidas en la Modernidad desde la Revolución Francesa son, como decía Chesterton, resultado de la disgregación de las virtudes cristianas, que se han vuelto locas.
El ansia y la búsqueda de la verdad, el apego al ansiar la Verdad con mayúscula, desacralizó el cristianismo, que tuvo tal idea elevada por bandera, junto al bien y la belleza, y propició el surgimiento de la ciencia tal como la conocemos, que ha sustituido los dogmas religiosos por la dogmática científica. Se separaron teología y filosofía natural, se separó filosofía de la física, y se abandonó la unicidad holística en un prometeico intento por desgajar al hombre de sus límites naturales, quedando el ser humano como completamente autosuficiente, sin comprender los límites de su vulnerabilidad.
Desde el nominalismo que desgajó el tomismo escolástico, el protestantismo sería su principal hijo, seguido de la masonería gnóstica y el derivado de ideas en los diferentes aspectos de la realidad, alejados de la antropología cristiana: primero, liberalismo alejado de la caridad, justificado por el darwinismo social, luego en un intento de sobreponerse a sus desvíos un socialismo ateo basado en la lucha de clases.
No triunfó la Escuela de Salamanca de los teólogos del Siglo de Oro frente al economicismo anglosajón del liberalismo «laissez faire» y el materialismo histórico marxista, transmutado en socialdemocracia, que no han logrado resolver nuestros acuciantes problemas en este albor del siglo XXI. El nazismo no fue más que un resultado de una mezcla entre la teleología de Hegel y espíritu del Romanticismo, sumado al racismo pseudocientífico tan en boga en los países anglosajones y alejado del alma hispánico-catolica.
Más adelante, en una mezcla de racismo, miedo a la sobrepoblación, intento de control poblacional por el cambio climático y otros intereses económicos, la ingeniería social eugenésica centrada en el aborto y la planificación familiar, y la supuesta liberación de la mujer, dieron al traste con la superestructura tradicional como bien pronosticó Gramsci; superestructura que surgiría al transmutarse el marxismo económico en marxismo cultural, para cambiar el fondo de la sociedad de la forma más profunda posible, gracias a la deificación de la ciencia dependiendo de para que intereses se utilizase, mediante un buen bombardeo televisivo y radiofónico.
Hoy se ha creado un falso conflicto entre ciencia y fe, se pretenden superar los límites de la ciencia, se desprecian la filosofía y las humanidades y todo en aras de mantener contenta a la población mediante planes educativos nefastos; en una guerra contra la libertad de espíritu por mantener cortada la raíz de la revolución frente a las injusticias de un sistema económico que no consigue garantizar el bienestar en la unión de capitalismo y socialdemocracia.
Los últimos campos de batalla para mantener contenta a la población es promocionar una hipersexualización de la sociedad que, lejos de querer favorecer minorías oprimidas, las promociona desde todos los medios de comunicación como minorías hegemónicas; siendo el último caso de ansia por jugar a ser Dios el transexualismo y el transhumanismo, el pretender trascender la naturaleza en una suerte de nuevo gnosticismo y junto a la fusión con las máquinas. Y todo mientras el bombardeo con el miedo al cambio climático, con defensores y detractores por igual, nos inunda y sumerge en el miedo más profundo.
El último objetivo de ese transhumanismo es pretender aniquilar la muerte mientras los procedimientos médicos lo permitan, cual si un problema técnico fuera, mientras todavía hay guerras y hambre en el mundo, y como si la vida tuviera sentido sin el filo de la Parca.
Y todo este proyecto, auspiciado por ambientes de élite no es más que una quimera surgida del ansia por controlar el miedo a la muerte que las religiones han sabido calmar, convirtiéndose este transhumanismo distópico en un pseudo ejercicio intelectual de una nueva meta de paraíso, pero esta vez en la tierra.
Como decíamos al principio, sobre todo desde la Revolución Francesa e incluso antes, todo ello son virtudes cristianas que se han vuelto locas, y que nos sumergen en la pesadumbre de un mundo en el que no parecemos aprender nada de 1945; cuando la ficción de la idea de progreso ilimitado que tanto había calado en el tecno-científico mundo de la supremacía europea del siglo XIX fue barrido por las dos guerras mundiales.
No habrá utopía transhumanista mientras la dialéctica de estados, hoy principalmente protagonizada por el liberalismo democrático de Estados Unidos y las autocracias pseudemocrática, conservadora y antiliberal de Rusia y la autocracia comunista de nombre y ultracapitalista de China siga imperando. Sólo los imperios anglosajones, bajo su democracia ineficiente, han logrado prosperar bajo formas no autocráticas. Eso, en todo lo que llevamos de historia. La decadencia moral, económica y cultural de una Europa que antaño fue ejemplo y luz del mundo, principalmente el Imperio Español, puede que nos muestre que la democracia no es la panacea, y que encima está en horas bajas. Quién sabe si será su ruina en este próximo siglo.
Que decir de la inminente oleada de inmigración islámica que se prepara ante una Europa envuelta en la natalidad más baja, propiciada por ese modus vivendi de hedonismo exacerbado y utilización del sexo como un fin en lugar de como un medio; como consecuencia de todas las políticas anti-natalistas ya citadas. Europa, sin valores se hunde frente al fundamentalismo islámico, que por lo menos cree en algo, y ante los otros imperios ya comentados. El choque de civilizaciones de Samuel Huntington es lo que prevalece frente a la ilusa teleología germinada de la idea de progreso de Francis Fukuyama.
Las utopías puras no existen, si acaso en otra dimensión no conocida. Pero al final me fío más del pensamiento tradicional, ejemplarizado por los por el iluminismo denostados jesuitas del siglo XVIII, que lograron crear una suerte de Arcadia en Paraguay, frente a la deificación de la democracia ineficiente.
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