Por Padre Jorge Luis Hidalgo
Como todos los años, Nuestra Señora nos convoca a Luján con este nombre tan sugestivo de la Cristiandad. Comenzamos hoy la peregrinación decimotercera.
Cristiandad «significa un conjunto de pueblos, que públicamente se propone vivir de acuerdo con las leyes del santo Evangelio de las que es depositaria la Santa Iglesia»[1], como escribió adecuadamente el Padre Julio Meinvielle, llamado con toda precisión por su discípulo mártir Carlos Sacheri el «teólogo de la Cristiandad»[2]. Por esa razón, es a quien seguiremos en esta breve reflexión.
Así como Dios ha establecido un orden del cosmos, y gobierna lo inferior por lo superior, de la misma forma desea que el cuerpo se someta al alma, y esta al Creador y Redentor del género humano. Y esto ha de ser así de tal forma que todo en el ser humano esté sometido a Dios, tanto lo privado como lo público. Por ende, no sólo cada hombre, individualmente considerado, es para Dios, sino también todos ellos. Así, toda la sociedad humana tiene que tener como fin último al Señor de todo lo existente.
Para esto, todo el orden social debe estar impregnado por el orden natural, primero, y luego por el orden revelado por Dios. A esto lo llamamos la Ciudad Católica o la Civilización Cristiana.
Este orden cristiano verdaderamente existió: fue la gloriosa Edad Media, donde, como escribió el sabio Papa León XIII, en su encíclica Immortale Dei: «Hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados».[3] San Pío X nos agrega: «La civilización no está por inventar ni la «ciudad» nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la «ciudad» católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo».[4]
Estos ataques del pasado que atentaron contra el orden cristiano fueron el protestantismo, la revolución francesa y el comunismo. Estos gritos impíos y blasfemos terminan gritando, como dijo el Papa Pío XII: «Dios ha muerto; más aún, Dios no ha existido jamás.»[5]
Contra estos errores, los cuales nosotros deploramos y lamentamos, debemos alzarnos con todo nuestro ser, para restaurar el orden social cristiano, la ciudad católica, para que Cristo sea verdaderamente nuestro Rey.
Para ello debemos, ante todo, conocer los graves daños que nos amenazan. Ante todo, debemos vivir en gracia de Dios. De nada nos sirve venir a la peregrinación, vitorear a Cristo Rey, etc., mientras en nuestra alma reina el pecado: debemos luchar contra nuestros vicios, hacer una sincera confesión, vivir verdaderamente con espíritu de oración y proponernos con «muy determinada determinación»[6] ser santos, que es la única empresa importante de la vida.
En segundo lugar, es necesario que irradiemos la santidad en nuestro entorno. Mi fe no está reservada solo para mí. Por eso, los jóvenes deben tener amistades santas; se deben cuestionar su propia vocación; y, en caso de que sea su llamado, su noviazgo debe ser según Dios, vivido en pureza y santidad de vida.
En tercer lugar, se requiere ordenar los asuntos temporales según Dios, en la escuela, en el trabajo, en el club, etc. Debemos recomponer toda una sociedad deshecha a pedazos, que ha sido atacada por una horda de bárbaros. Debemos asociarnos con quienes piensan lo mismo que nosotros, para recuperar el orden social cristiano. Fue el liberalismo quien abolió los cuerpos intermedios en la revolución francesa: debemos, por ello, recuperarlos. Pero no como hoy están gran parte de los gremios de la Argentina, por ejemplo, que están tomados por el comunismo. Más bien, debemos asociarnos respetando los fines, tanto natural como sobrenatural, al cual Dios llama a todos los hombres.
Pero como somos hijos de nuestro tiempo, debemos saber que necesitamos una conversión al realismo, como decía el recordado Padre Marcos González. Pues no podemos imitar a los hijos de la revolución. Se requiere hacer la contrarrevolución, como dice el Padre Alfredo Sáenz.
Pondré dos ejemplos para que eso quede de manifiesto.
En primer lugar, todos sabemos que la ideología de género es una perversión. Pero se nos puede meter en la cabeza una forma más mitigada de la misma, pero igualmente perniciosa: creer que no hay distinción de funciones entre el varón y la mujer. En esta concepción, la mujer tiene que tener su dinero, como lo tiene el varón. Más aún, el padre de la casa, luego de haber trabajado con ahínco durante el día, debe ocuparse de las tareas domésticas. De este modo, el varón católico, en lugar de intentar darle un espíritu cristiano a lo que lo rodea, está limitado a quehaceres cotidianos. Se quita, de este modo, a un pilar de la sociedad, en pro de cierta idea de igualdad, alimentada por los ideólogos de la revolución.
En segundo lugar, debemos deplorar la idea de que no debemos perder nuestros puestos en la sociedad, porque, de lo contrario, vendrá alguien peor a nosotros. Es verdad que a veces por prudencia es necesario callar, pero nunca será conveniente renegar de Jesucristo y de su santa ley. Hay que repudiar, por ello, la idea de que uno es católico solamente para los adentros, o a lo sumo para la familia, olvidándose de que no podemos ocultar delante de los hombres nuestro ser de testigos de Cristo. Esta idea, que introdujo Maritain con el llamado personalismo, debe ser desterrada como liberal, y, por ende, como perniciosa, no solo para la existencia de la Ciudad Católica, sino incluso peligrando la salvación eterna de la propia alma.
Por ello, debemos dar siempre testimonio de la verdad. Es posible que llegue un momento en que perdamos los puestos jerárquicos, los puestos de trabajo, que no nos entiendan nuestros amigos e incluso nuestra familia, y que lleguemos aún a perder nuestra propia vida. El Padre Julio Meinvielle decía que la Cristiandad solo puede restaurarse con la sangre derramada de los mártires[7], a ejemplo de la de Cristo.
¿Estaremos los cristianos dispuestos a este sacrificio? ¿Estaremos nosotros dispuestos a reparar tantas faltas? «¡Ojalá que nos fuese dado lavar tantos crímenes con nuestra propia sangre!»[8]
Recordemos siempre: la contrarrevolución. A precio de nuestra sangre, si fuera preciso.
Nos conceda Nuestra Señora de la Cristiandad no renegar de nuestra misión, la que ha pensado Dios, y obrar en consecuencia con nuestra dignidad cristiana y católica.
- [1] Meinvielle, J. (1940). Hacia la Cristiandad. (p. 14). Buenos Aires: Adsum.
- [2] Sacheri, C. (1974). Prólogo en Meinvielle, J. El comunismo en la revolución anticristiana. 3º ed. (p. 9). Buenos Aires: Cruz y Fierro Editores.
- [3] León XIII. (1885, noviembre 1). Immortale Dei, n. 9.
- [4] S. Pío X. (1910, agosto 23). Notre Charge Apostolique, n. 11.
- [5] Pío XII. (1952, octubre 12). Discurso a los hombres de Acción Católica en el XXX aniv. de la Unión, en Discorsi e Radiomessaggi di Sua Santità Pio XII, Quattordicesimo anno di Pontificato, 2 marzo 1952 – 1º marzo 1953, p. 357-362 [AAS. Vol. XLIV (1952), n. 16, p. 830-835].
- [6] S. Teresa. Camino de perfección, Cap. 21, 2.
- [7] Cf. Meinvielle, J. (1940). Hacia la Cristiandad. (p. 81). Buenos Aires: Adsum.
- [8] Pío XI. (1928, mayo 8). Enc. Miserentissimus Redemptor. Oración Expiatoria al Sagrado Corazón de Jesús.
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