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Análisis

La Igualdad hacia su última parada

Esta paridad, llevada hasta el frenesí de la sinrazón, ha logrado ya lesionar de manera sumamente dolosa algunos de los conceptos más básicos del sentido común.

Uno de los peores males (si no el peor, a la vista de sus terribles consecuencias) engendrados por ese adefesio en progreso, contra natura y contra lógica, denominado Modernidad, es la abolición de las diferencias de rol, carácter, distinción, deberes y derechos entre el varón y la mujer.

Esta empresa de disolución, iniciada, como tantas otras, con excéntricas protestas de emancipación de los deberes consustanciales que corresponden al orden dado por el Creador a sus criaturas (orden, por otra parte, atravesado de parte a parte de su infinita grandeza por la luz vivificante de la justicia y la gracia inefable de la armonía) logró alinearse como milicia de retaguardia en medio de la legión de atrabiliarias ideas introducidas por la Revolución Francesa, para llegar, tras apenas dos centurias y media, a su infeliz culminación en esta hora de la historia con la puesta en escena de una serie de atropellos a la condición femenina, y a la dignidad misma de la mujer, al amparo de la ideología triunfante de esta época: el progresismo.

Este engendro, monstruo abisal de la razón, desde cuya fétida garganta se centrifugan todos los desquicios del pensamiento que asolan nuestra época y turban profundamente la cotidiana existencia de hombres y mujeres, desde su más tierna edad hasta la otrora venerada (y venerable) vejez, ha prometido a las mujeres la visión y la “construcción” (uno de sus términos favoritos, que delata a sus adalides como albañiles de la nueva  Babel) de una sociedad en la cual la “paridad” (vulgar entelequia aritmética) y la “igualdad” entre hombres y mujeres sea la norma, la refulgente luz de un orden social, jurídico, político y laboral más justo, más “humano” y más avanzado.

Así, hoy día un partido político “a la derniére”[1], progresista y aggiornado, que aspire a llamar a sus afiliadas o simpatizantes femeninas al voto, exhibirá con ostensibles y teatrales morisquetas de orgullo su nueva lista de aspirantes a la diputación, al senado o a su propia junta directiva, lista en la cual, “of course”, el número de candidatas será inequívocamente igual, obligatoriamente igual, al número de candidatos. Como la sociedad se desenvuelve, tal cual lo dispone la naturaleza conforme a las leyes inmutables de la imitación, el mimetismo y la emulación de los más pequeños hacia los más grandes, pronto se verá (tal como ya se ve en países que llevan la vanguardia en este como en otros despropósitos) campear esta “ley”, estos modos y estos usos en cuanta institución se hallare implantada en nuestras sociedades. Así será en los Consejos de Padres de las Escuelas, en los Consejos de las Universidades y hasta en las Comisiones Directivas de Clubes Deportivos.

Esta paridad, llevada hasta el frenesí de la sinrazón, ha logrado ya lesionar de manera sumamente dolosa algunos de los conceptos más básicos del sentido común. Sirva de ejemplo el caso de las ostensibles diferencias anatómicas y fisiológicas entre los sexos (con las consecuencias prácticas derivadas de ello). Pues, hete aquí que se ha llegado al punto de someter a la trituradora de la deconstrucción antropológica hasta una actividad tan cotidiana, social y culturalmente asentada, como lo es el acto necesario, urgente a veces, sedante las más, de atender, con éxito y con gracia, nuestras necesidades fisiológicas más elementales de eliminación, higiene y excreta. Pues bien, esta actividad de índole tan inadvertidamente singular, salvo para la oportunísima (¡y oportunista!) progresía reinante, se erige hoy en uno de los experimentos más grotescos, auténtico non plus ultra[2] de la posmodernidad delirante, ya que ha dado pie a la promoción y uso oficializado de nuevos sanitarios “no sexados” o “inclusivos”,  compartidos indistintamente por hombres y mujeres, personas “trans”, “bi”, “in” o “q” sexuales; los cuales gozan ya de plena vigencia (fomentados desde las instancias estatales y a vista y paciencia de la galería) en países tan disímiles y distantes como Suecia, México, Argentina, Estados Unidos y Canadá.

No obstante, donde aún radica el hecho consumado más doloroso de esta evisceración de la complementariedad de lo masculino cultural con su contraparte femenina es en la vida misma del hogar, en el mismísimo seno de nuestras familias.

El hogar tradicional estaba compuesto hasta hace algunos razonables años, según las inmejorable descripción de Chesterton, de manera que “en cada hogar debe haber un comerciante y un factótum. Pero también se ha decidido, entre otras cosas, que el factótum debe ser una factótum.”[3] Es decir, y todavía con palabras del enorme (en todo sentido) escritor inglés: “Las mujeres no se quedaban en casa a fin de que el hogar fuera mezquino; al contrario, se quedaban en casa a fin de que el hogar fuera generoso. (…) No niego que se ha hecho daño e incluso torturado a las mujeres; pero dudo que fueran nunca torturadas como lo son hoy día por el absurdo intento moderno de convertirlas en emperatrices domésticas y funcionarias competitivas al mismo tiempo”.[4] Resultaría vano esfuerzo intentar decirlo mejor.

En efecto, ¿qué otra cosa que un absurdo delirio, que una disparatada autohumillación es esta invención de una nueva Eva, opuesta al viejo Adán de siempre, y al mismo tiempo convertida en su envidiosa y mortal competidora, izada como cimero estandarte de batalla bajo el icónico lema de “igualdad entre los sexos” por esa falange política (en el sentido macedónico de la palabra) que es el feminismo? Por Dios, ¿acaso no os dáis cuenta, Rosa, Judith, Ana, Victoria, Soledad, Jimena, que os están tomando el pelo? ¿Qué expulsandoós de vuestro antiguo y áureo reino (el hogar) no os estaban liberando de la tiranía de un amo aquellos audaces (y cien veces falsos) profetas de utopias perversas; sino que, por una parte, os estaban despojando alevemente de vuestro sempiterno trono; mientras por el otro, os estaban arrojando como fascinante presa a los feroces lobos de la libre empresa y del capitalismo sin alma y sin fe del nuevo sistema, listos para atrapar con despiadada zarpa a sus nuevas y entusiastas esclavas asalariadas; además de consumar, a manera de brillantemente tramado colofón, o, en dialecto de nuestro tiempo, a modo de “daño colateral”, el formidable crimen de dejar a vuestro rey consorte sin dama y sin reparo, sin aroma, sin lecho y sin consuelo; en el fondo, de lo que se trataba esta diabólica emboscada era nada menos que de principiar a destruir los cimientos de la obra de Dios sobre esta tierra, trabajosamente asentados sobre suelos conquistados por la sangre de los mártires, la piedad de los santos y la prudencia de los sabios, y consolidada en esa imperfecta pero bien fundada obra que durante luengos y bien vividos siglos se llamó La Cristiandad; la obra de aquel que, tal como a su Madre, quiso dar a la Mujer (con palabras de Quevedo) “el mejor lugar en su cielo”?

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Aún más triste resulta comprobar, a cada trecho de este caminar por valles lóbregos de la historia, que los demiurgos de semejante maremágnum cuentan con la complicidad cobarde de las Evas y los Adanes de nuestro tiempo; quienes, en trance de remachar el mismo clavo que se ha venido herrumbrando desde el Génesis, vénse hoy compelidos y aturdidos por la propaganda, desahuciados por el orden jurídico imperante, paralizados por la orfandad formativa y religiosa;  y, finalmente, expulsados del último paraíso que había permanecido, aunque a medias,  a salvo de la codicia y la rapiña de esa involución moral denominada pomposamente “Revolución Industrial”: el hogar, el último refugio, aquel en donde aún podían ser ella y él, junto a esos “ellos” tan especiales, tan únicos, por él proveidos, por ella bien nutridos, por ambos protegidos y formados, con respeto a las leyes divinas y humanas, desde su nacimiento hasta su madurez.

Y así, lo que tenemos hoy es esta especie de indigesta sopa de roles y conceptos trastocados, donde ya no se distingue (¡igualdad es igualdad, que bah!) al varón de la hembra, a la hembra del varón, en ningún sentido y en casi ningún contexto. Donde lo mismo da Juan que Juana en el carácter, en la voz, en el vestir, en el desparpajo, en la sensibilidad, en el hacer, en el querer, en la alcoba, en el despacho, en la mesa, en el bar, en el mandar, y, sobre todo, en el errar.

Porque eso es lo peor de todo: erramos. Tanto varones como hembras, convertidos tristemente en marimachos y femihombres, erramos. Vagamos sin rumbo por las obscuras regiones del sinsentido; las mujeres, aun triunfando (tal como les fuera prometido) en el mundo “de los hombres”, convertidas en carne de psicoanálisis, en target obligado del cambalache de pastillas y pamplinas psicoactivas de todo tipo; los hombres, por su parte, mudos como taburetes en el hogar, reducidos a testigos oculares del crecimiento y “formación” de sus hijos, y absortos, hechizados, ya delante de una pantalla, ya en la butaca de un estadio, o derrapando en ira incontenible hacia la decimooctava copa de una noche cualquiera en un sitio de por ahí.

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¿Adónde iremos así tanto hombres como mujeres, mujeres como hombres? Pues, si el “viaje” continúa por la misma senda, y a la velocidad de crucero que ahora lleva, lo más probable es que nos conduzca hacia una parada no precisamente muy apreciada por los conductores más avezados y curtidos: un profundo, desconocido y, muy probablemente fatal, despeñadero.

Quizá sea el momento de apretar el freno.


  • [1] Locución francesa que significa “a la última”, o bien, “lo último”, 
  • [2] Loc. lat. que significa literalmente ‘no más allá’. Tiene su origen en la expresión que, según la leyenda, Hércules grabó en el estrecho de Gibraltar para indicar que no había tierra más allá, que ahí terminaba el mundo conocido. En español es locución nominal masculina y significa ‘cosa que ha alcanzado la máxima perfección, el no va más’ (Diccionario Panhispánico de dudas, 2005)
  • [3] “Lo que esta mal en el mundo”, p. 54.
  • [4] Op. cit., p. 56.

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