Está claro que la libertad que nuestra época jalea es la libertad entendida como exaltación del deseo, mientras la libertad que nuestra época denigra es la libertad entendida como responsabilidad.
Porque, al contrario de lo que nos venden, no existe un concepto único o unidireccional de la libertad, ni mucho menos.
Así, existe una libertad que nos ayuda a discernir moralmente en la búsqueda del bien, la verdad y la belleza a la par que existe una libertad (en puridad, libertinaje) que nos conduce a desprendernos de cualquier freno moral, exacerbando nuestras pasiones más incontrolables, nuestros vicios más inconfesados y nuestras ambiciones más egoístas en aras de una individualidad tan soberana como estéril.
Esta segunda manera de entender la libertad -hoy preponderante- es, a la postre, la que no acepta el orden natural de las cosas ni tampoco el orden del ser, no ateniéndose a la verdad ni a la realidad, de ahí que se sienta impelida a reconfigurar ambas, lo mismo que a rechazar la belleza o a alejarse del bien.
Hablamos de esa libertad que nos ha empujado a endiosarnos, a autodeterminarnos, a dotarnos de instrumentos jurídico-legislativos que permitan deshacernos de todo lo que consideremos «limitaciones» o «estorbos» para la libertad total, absoluta: de los vínculos comunitarios (individualismo), de los vínculos patrióticos (cosmopolitismo), de los vínculos culturales (multiculturalismo), de los vínculos afectivos (divorcio), de la vida gestante (aborto), de nuestro propio sexo (cambio de sexo) e, incluso, de nuestra propia vida (eutanasia).
Es la libertad falaz, espuria y aberrante del liberalismo, la cual nos ha convertido ya en pura papilla humana.
Ricardo Herreras
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