Padre Rafael Ibarguren, Heraldo del Evangelio – Consiliario de Honor de la FMOEI
Probablemente, en muchas personas ya estarán opacados u olvidados los primeros rudimentos del catecismo asimilados en la niñez. Tanto más que en generaciones anteriores el aprendizaje de las nociones de la Fe era más exigente y, por lo mismo, más eficaz de lo que vino a ser después…
Teniendo como referencia el “Catecismo de la Iglesia Católica”, uno de los florones del pontificado de San Juan Pablo II, es oportuno hacer una breve reseña sobre lo que en ese documento magisterial se expone de manera sistemática sobre la Eucaristía. Es oportuno, sí, porque sobre este tema tan central hay enormes lagunas y graves derivas en los días que corren.
Pero ¿cómo tratar en un corto artículo un tema que en dicho Catecismo está contenido nada menos que en cien numerales que, por su vez, citan más de ciento veinte documentos? Solamente yendo a lo esencial esencialísimo. En cualquier caso, sacaremos provecho recapitulando conceptos básicos que no por ser elementales – y para algunos, archi sabidos – carecen de importancia.
¡La Eucaristía! Estamos en presencia de un misterio inmenso, fuente y ápice de la vida de la Iglesia; “Éste es el misterio de nuestra Fe” se proclama en la Misa después de la consagración de las especies del pan y del vino.
La Eucaristía es el propio sacrificio del Cuerpo y Sangre de Jesucristo instituido por Él en la última cena para perpetuar por los siglos el sacrificio de la Cruz, confiando así a su Iglesia el memorial de su Muerte y Resurrección. Es el banquete en que se recibe a Cristo, donde el alma se llena de gracia y se nos da el anticipo de la vida futura.
La riqueza de este sacramento se expresa con diversos nombres, entre otros: Santa Misa, Cena del Señor, Fracción del pan, Santo Sacrificio, Memorial de la Pasión, Santos Misterios, Santísimo Sacramento del Altar, Comunión, etc.
El sacrificio de la cruz y el sacrificio de la Eucaristía – o Santa Misa – son un único y mismo sacrificio con esta diferencia: Jesucristo en la Cruz se ofreció derramando su Sangre y mereciendo por nosotros; al paso que, sobre los altares, Él se sacrifica sin derramamiento de sangre, aplicando a los fieles los méritos de su Pasión y muerte.
Como en la celebración de cada sacramento, se requiere en este lo que se llama “materia” y “forma”. La materia de un sacramento es la cosa sensible que se emplea para hacerlo; en el caso de la Eucaristía es la que fue utilizada por Nuestro Señor Jesucristo: pan de trigo y vino da uva. La forma del sacramento son las palabras que se dicen para realizarlo; en la Eucaristía son también las palabras usadas por Cristo: “Esto es mi Cuerpo, esta es mi Sangre”.
La milagrosa conversión del pan y del vino en el Cuerpo y en la Sangre del Señor durante la Misa es llamada transubstanciación. Tanto en la hostia como en el cáliz está Jesucristo todo entero: cuerpo, sangre, alma y divinidad.
Para recibir a Cristo en la comunión eucarística es necesario estar en estado de gracia. Si alguno tiene consciencia de haber pecado mortalmente no debe comulgar sin haber recibido previamente la absolución en el sacramento de la Penitencia. También, para comulgar es necesario estar en ayunas de una hora y, bien entendido, aproximar-se con devoción. La Iglesia recomienda vivamente a los fieles que reciban la Santa Comunión cuando participan de la Misa y les impone la obligación de comulgar por lo menos una vez al año.
¿Qué efectos produce en nosotros la Eucaristía? 1. Conserva y aumenta la vida del alma, que es la gracia, así como el alimento material sustenta la vida del cuerpo; 2. Perdona los pecados veniales y preserva de los mortales; 3. Produce consuelo espiritual, aunque no siempre sea sensible; 4. Enflaquece nuestras pasiones desordenadas; 5. Aumenta nuestro fervor y entrega a Dios, a la iglesia y al prójimo; 6. Es prenda de la gloria futura y de la resurrección.
Se ofrece a Dios el Santo Sacrificio de la Misa por cuatro fines: 1. Para honrarlo como conviene (fin latréutico); 2. Para darle gracias por los beneficios recibidos (fin eucarístico); 3. Para darle la debida satisfacción por nuestros pecados y por las almas del purgatorio (fin propiciatorio); 4. Para alcanzar todas las gracias que nos son necesarias (fin impetratorio).
El culto de adoración eucarística no se practica solo durante la Misa o al recibir la comunión, más también conservando con cuidado las hostias consagradas, exponiéndolas a los fieles para que las veneren con solemnidad, visitándolas cuando están reservadas en el sagrario, levándolas en procesión, etc.
Todos los sacramentos contienen la gracia que significan y la confieren a los fieles que los reciben con las debidas disposiciones, contribuyendo para santificarlos. Pero en la Eucaristía está el autor mismo de la gracia y de la santidad, Cristo Jesús, nuestro Dios y Señor.
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Está expuesto así, estimado lector, lo que podríamos llamar un vademécum eucarístico con nociones que un católico no puede dejar de conocer.
Es claro que estas verdades deben ser enseñadas a los fieles teniendo en cuenta sus edades, capacidades y otras circunstancias concretas. En todo caso, constituyen un tesoro que, sumado a otras riquezas que el “Catecismo de la Iglesia Católica” nos proporciona sobre el Credo, los Sacramentos, los Mandamientos y la Oración, es un poderoso medio para fortalecer la Fe y practicar la religión en un mundo donde la nota tónica es dada por la incredulidad y la indiferencia religiosa.
Decimos la palabra “practicar” intencionalmente, poniendo el dedo en una triste llaga que tantos hermanos nuestros en la fe no se deciden a remediar.
Una religión que no se practica es una teoría inútil. Y puede llegar a ser hasta nociva, en la medida en que contribuya a tranquilizar las conciencias relajadas. Convengamos: la religión que no se vive no sirve para el bienestar personal, ni para la construcción del reino de Dios, ni para para alcanzar la gloria. “No todo el que me dice “Señor, Señor” entrará en el reino de los cielos…” (Mt, 7, 21).
Mairiporá, Brasil, octubre de 2022.-
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