(Por Javier Garisoain) –
(Nota: palabras leídas por el autor en el acto de homenaje a D. Luis H. de Larramendi y a D. José Miguel Orts en el inicio del XIV Congreso de la Comunión Tradicionalista Carlista, celebrado en Madrid los días 15 y 16 de octubre de 2022)
Agradezco a la Junta de Gobierno de la Comunión Tradicionalista Carlista el honor que me ha brindado de poder hacer ahora este recuerdo de nuestro amigo y correligionario Luis Hernando de Larramendi. Sin duda, comenzar nuestro decimocuarto Congreso evocando la memoria de dos grandes como fueron Luis Larramendi y José Miguel Orts es un gran acierto y les felicito por ello. Estoy convencido de que si ambos estuvieran aquí este congreso iría como la seda. Así que deseo de corazón que este recuerdo en el arranque de nuestros debates nos ayude a separar el trigo de la paja y que puesto que no gozamos ahora de su consejo y buen hacer tengamos al menos hoy y mañana cuando tengamos que decidir dónde está lo mejor para nuestra Comunión una pregunta en los labios: ¿Qué habría hecho José Miguel? ¿Qué habría hecho Luis?
Dejo la semblanza de José Miguel en las buenas manos de Pepe Monzonís y me ocupo, tal como me han encomendado, de la persona entrañable de Luis. ¡Qué distintos uno del otro, José Miguel y Luis! ¡Y qué parecidos, hermanos gemelos en el mismo Ideal!
Tengo la satisfacción, además, de poder llevar a cabo una pequeña revancha y así corregir ahora el error que seguramente sin malicia alguna y creyendo añadir un elogio más a su figura cometió el padre celebrante del funeral de nuestro querido Luis cuando le calificó de «romántico carlista». Luis era carlista, tenía por tanto un Ideal, captó a la perfección en sus poemas su «halo romántico y de leyenda». Pero no era un romántico. Insisto, sé que aquello se dijo como intentando añadir uno más en la larga lista de méritos del difunto. Pero también es verdad que, en el lenguaje popular decir romántico suele ser tanto como decir iluso, loco, idealista o soñador de causas perdidas.
No es ese el Carlismo que Luis nos enseñó. El no era, no quería ser, un mero soñador sino un católico práctico. Cuando soñaba con algo era para intentar luego convertirlo en realidad. Y lo mejor de todo es que cómo era constante y tenaz ¡generalmente lo conseguía!. Nunca le vimos ni lamentarse ni acomodarse, sino que por el contrario era de los que dedicó sus talentos en la búsqueda activa de soluciones para los males del mundo. Ningún ejemplo más patente que el que nos dejó en sus últimos días, cumpliendo escrupulosamente con todos sus compromisos a pesar de su evidente deterioro físico, llevando el dolor y la despedida con una entereza que todavía nos conmueve.
Repito ahora, pensando en la personalidad de Luis como «carlista fino», lo que ya he dicho en alguna otra ocasión: que el hecho de haber perdido todas las guerras no quiere decir que los carlistas no pensaran seriamente en ganarlas. Que el hecho de emprender batallas incómodas no quiere decir que se está loco sino que se está vivo. Que el hecho de no callar ante el poderoso no quiere decir que te guste ser perseguido, -Luis, estudiante en Madrid, fue arrestado, como tantos otros jóvenes carlistas y no se libró del correspondiente fichaje policial- sino que tu sentido práctico se enfoca en el largo plazo y no tanto en la mirada corta de quienes tan sólo piensan en salvar el pellejo.
Luis, como todos nosotros, era profundamente realista. El amaba la realidad de las cosas. Desde los mismos placeres de la vida familiar, los viajes, las amistades o la vida cotidiana hasta las realidades empresariales, culturales o sociales en las que él ponía su granito de arena para restaurar su añorada España tradicional. El amaba todo eso que llamamos la Santa Tradición que no es un ideal imposible sino una realidad que hemos vivido, que hemos oído, que hemos visto y que hemos tocado.
Luis era uno de esos a mi me gusta llamar «carlistas finos». Y con esto no digo que fuera perfecto. Ya se que la perfección no existe en este mundo, y que ninguno de nosotros llegará al 100% de ese prototipo imaginario que podríamos llamar «carlista fino» pero, cada vez que recordamos lo mejor de uno de los nuestros, cuando destacamos sus virtudes como carlista, estamos contribuyendo a alimentar ese modelo que debería servirnos de inspiración. La vida de Luis, especialmente la vida «en carlista» de Luis, que fue la que guiaba sus trabajos en la vida pública y social, está llena de enseñanzas para los que queremos corregir nuestros errores y ser, unos cada vez más dignos representantes de la Causa.
Como ya he dicho, por encima de sus poesías, -o, mejor aún, además de sus poesías, que él mismo consideraba útiles herramientas o armas para acrecentar el amor al Ideal- Luis era un hombre comprometido y de acción. Por eso alentó y lideró durante muchos años, guiando los trabajos de su fundación familiar, el resurgir de la bibliografía sobre Carlismo. Por eso estaba siempre presto al consejo ecuánime, y al favor generoso.
Luis, además, tenía ese instinto político propio de las grandes familias de «carlistas finos». Su abuelo Luis y su padre Ignacio supieron inculcar en él unos criterios firmes que siempre le ayudaron a distinguir lo accesorio de lo sustancial. Luis era intransigente en la ortodoxia, en ese núcleo depurado de convicciones que recoge nuestro trilema y que siempre procuró mantener libre de ideologizaciones, de aderezos barrocos o de conservadurismos. Precisamente era la firmeza de sus convicciones carlistas la que le permitía codearse sin miedo con personas, instituciones o ambientes «impuros». El sabía que el Carlismo no está hecho para ser conservado en una vitrina. Ayudó al conocimiento de nuestra historia, y hasta impulsó la conservación de nuestro patrimonio material museístico, pero eso no lo hacía para ocultar un tesoro sino para darlo a conocer al mayor número posible de personas.
En relación con esto hay que recordar que todos los que le conocían sabían que él era carlista. Porque Luis no solo no lo ocultaba sino que esperaba la primera ocasión, cualquier mínima referencia al tema en cualquier conversación, para sacar a relucir su lealtad más íntima. Lealtad que, por cierto, siempre trató de encarnar en los descendientes de la dinastía legítima. Por eso, cuando tuvo ocasión se preocupó por fomentar el conocimiento mutuo, por restaurar las rupturas o por aminorar un alejamiento en los principios, que vivía con dolor.
Luis era un tipo conciliador, dialogante, respetuoso y en general tranquilo. Ya hemos dicho que no era un romántico exaltado sino un hombre práctico, de esos que saben que más vale maña que fuerza. No tenía enemigos y no creo que fuera solo por gozar de un carácter bonancible. No creo que fuera enemigo acérrimo de esas «tonterías» de las que hablaba Carlos VII, o de cualquiera de las mediocridades que nos acechan por todas partes por mera flojera espiritual o por la comodidad que se disfruta quedando fuera de las discusiones. Yo pienso que él sabía que más se gana atrayendo voluntades que cultivando enemistades. Y en las cosas del Carlismo, él sabía, que no son tiempos de lanzar bravuconadas sino de dar un testimonio.
Por temperamento, y también por las mismas circunstancias que le tocaron en suerte, no fue Luis lo que diríamos un político sino más bien un pre-político. El se movía como pez en el agua en los ambientes culturales, académicos, empresariales, sociales… y lo mismo disfrutó con las publicaciones sobre Carlismo; guiando a través de los años su prestigioso Premio Larramendi de historia; impulsando la aventura épica del Capitán Etayo (¡qué alegría para la Comunión poder contarle entre los galardonados por nuestro premio Hispanidad Capitán Etayo!); apoyando el aterrizaje en Toledo del magnífico Puy de Fou, y tantas otras cosas buenas que pueden presumir de haber contado con su ayuda generosa.
Recuerdo la conversación que tuvimos hace unos años, creo que en 2017, en la que declinó elegantemente postularse para la presidencia de la Comunión, agradecía nuestra confianza, se ofrecía para ayudar en lo que fuera posible, pero su agenda no dejaba hueco posible para dar un paso que le habría desviado de su vocación de mediador, de mecenas, de pre-político.
En su dimensión religiosa Luis era un hijo fiel de la Iglesia, nada más y nada menos. Y ese espíritu de «ni un paso delante, ni un paso detrás», tan carlista, unido a una vida espiritual que salta a la vista en muchos de sus poemas, alimentaba su confianza en Dios y en la conciencia de que por mucho que hagamos, por mucho que pataleemos aquí abajo al final, quien dirige la historia es el Señor.
A El encomendamos el alma de nuestro amigo y correligionario. Agradecidos por el testimonio de coherencia que nos ha dejado, que pervive en sus hijos y nietos, y que siempre nos acompañará a este pueblo carlista que pudo ser vendido, pero nunca fue vencido, que sueña con una España tradicional, gobernada por un rey de verdad y que lo quiere hacer trabajando al estilo de Luis Hernando de Larramendi, con el Ideal marcando el rumbo y con los pies en la tierra.
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