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Historia

Rendirse al poder del mundo (IV)

Custodio Ballester Bielsa, Pbro.

Imagen con licencia Pixabay

A la muerte del papa Clemente VI, magnate y mecenas de la corte más fastuosa de Europa, nuevo cónclave del cautiverio de Aviñón en 1352. Duró sólo 2 días. Participaron 25 cardenales (sólo hubo un ausente). De ellos, 21 eran franceses. Fue el primer cónclave en que los aseglarados purpurados suscribieron la “capitulación electoral”: un documento en que se limitaba el poder del papa, creando una especie de oligarquía cardenalicia sin cuyo consentimiento no se tomaría ninguna decisión de importancia Lo primero que hizo el papa recién coronado, Inocencio VI, fue negarle toda validez a este compromiso, pues negaba de facto la plenitudo potestatis. A pesar de ello, estas “capitulaciones electorales” fueron ratificadas en la mayoría de los cónclaves que se celebraron a lo largo de los 300 años siguientes.

El pontificado de Inocencio VI, como el de su predecesor, duró 10 años (1352-1362). Fue un papa a la medida y al gusto del rey francés. De talante reformador, frenó la acumulación de beneficios, expulsó de Aviñón a los innumerables clérigos que se entretenían allí largos años a la caza de prebendas, y suprimió muchas de las reservaciones sobre futuros beneficios eclesiásticos que había hecho su antecesor.

Inocencio VI había sido consejero de Felipe VI y Par de Francia. Imposible estar más cerca del poder del mundo (en este caso, del rey de Francia). Tuvo que sofocar una rebelión del pueblo en Roma (desgobernada al faltarle el papa). A raíz de esta revuelta, tuvo que abordar la administración y gobierno de los Estados Pontificios, que corrían el riesgo de perderse definitivamente a causa del desgobierno. Esta necesidad tan evidente, planteó por sí misma la necesidad de preparar el retorno a la sede de Pedro. Se encargó de este “menester” el cardenal Gil Álvarez de Albornoz que, durante quince años, se empleó a fondo en la defensa de los territorios papales, viajando asiduamente a ellos como representante del papa y reconstruyendo -a base de guerras y pactos- el descuidado peculio de san Pedro. Victima de la terrible pestilencia que asoló la ciudad de Aviñón, Inocencio VI entregó su alma a Dios en septiembre de 1362.

El nuevo papa, Urbano V, no pertenecía al colegio cardenalicio porque fue imposible poner de acuerdo la facción de cardenales partidarios del rey de Francia, con la de partidarios del rey de Inglaterra, galos la mayoría de ellos. El ser cardenal francés ya no era garantía de fidelidad y sumisión al rey de Francia. También el rey inglés tenía sus partidarios gabachos en la cruel guerra que se desarrollaba intermitentemente en territorio francés.

Antiguo abad benedictino, Urbano V, conservó hasta donde pudo sus costumbres monacales. Piadoso, austero y gran canonista, sin emprender una gran reforma, corrigió abusos, denunció el absentismo episcopal de sus diócesis y puso freno a la acumulación de beneficios eclesiásticos. Casi inmediatamente se sintió impelido para regresar a Roma. El cardenal español Gil de Albornoz, había pacificado ya los Estados Pontificios sometiendo a los rebeldes manu militari, pero también a base de pactos y alianzas, puso manos a la obra para hacer posible el retorno del papa Urbano V a Roma. Lo consiguió, pero no pudo afianzar esa gran conquista. Su muerte a las puertas de Roma y los desórdenes que acompañaron esta tentativa, llevaron al fracaso a Urbano V.

Así pues, en el quinto año de su pontificado (1367) Urbano V regresó a Roma que, al fin y al cabo, era la capital de sus Estados y la Sede de Pedro; y permaneció allí 3 años. Sin embargo, esta primera vuelta a Roma no pudo ser definitiva…. La presión de los cardenales, que adoraban la vida muelle de Aviñón y abominaban de las estrecheces de la miserable Roma, tantos años abandonada, y el deseo -eso dijo él- de mediar en la guerra que enfrentaba de nuevo a Francia e Inglaterra, le hizo volver sobre sus pasos…  Desoyendo los consejos de Santa Brígida de Suecia, que le vaticinaba la muerte y el inapelable juicio divino; y rechazando las advertencias de Fr. Pedro de Aragón que le avisó de la inminencia de un cisma, Urbano V, en agosto de 1370, volvió a Aviñón donde, cuatro meses más tarde, se cumplió la profecía de santa Brígida…

El cónclave para elegir al siguiente papa, que sería Gregorio XI, tuvo lugar el 29 y 30 de diciembre. Pierre Roger de Beaufort, sobrino de Clemente VI y nombrado cardenal por su tío a los 19 años con el cargo de Protodiácono del Sacro Colegio, ni siquiera era sacerdote. Así que fue ordenado presbítero el 2 de enero (siendo ya papa electo), y al día siguiente fue consagrado obispo, con la titularidad añadida de obispo de Roma.

Hay quien dice que hoy la Iglesia está también a las puertas del cisma. Pero su cautividad ya no es geográfica, sino doctrinal y moral. Inducida también por los poderes del mundo, que se empeñan en domesticarla para ponérsela a su servicio.

Gregorio XI fue el último papa de la “cautividad” de Aviñón, y quizá no casualmente, el último papa francés. Él fue quien nombró cardenal diácono al aragonés Pedro de Luna. Estamos pues en los inicios de la historia de Benedicto XIII, nuestro Papa Luna: Nacido en Illueca en 1328, fue enviado como segundón de su casa a estudiar leyes a Montpellier donde se doctoró y enseñó en su Universidad. Gracias a la docencia ejercida con brillantez, adquirió tanta fama como maestro que el papa Gregorio XI, elegido en 1370, lo llamó a formar parte de su equipo de íntimos colaboradores y le encomendó especialmente los asuntos hispánicos. Junto con el cardenal Gil de Albornoz, marca con fuerza el nuevo rumbo de la Iglesia. Tan difícil y traumática fue esta inflexión, que hasta pasó por la coexistencia de tres papas.  

Sin embargo, el camino de regreso ya estaba iniciado a pesar del gatillazo de Urbano V. Su sucesor Gregorio XI continuó la iniciativa con más decisión si cabe, poniendo a trabajar en él un equipo competente para evitar, en este segundo intento, un nuevo retroceso. Entre esos colaboradores inmediatos se encuentra Pedro de Luna, cuyos conocimientos, austeridad y energía, le hacían imprescindible. No era hombre que buscara prebendas o beneficio económico, pues sus rentas eran considerables: a los tres beneficios mencionados se le añadían las canonjías sine cura de Vic, Tarragona y Huesca, el título de Santa Engracia y la pavordía de Valencia. A esto hay que añadir las rentas en Vilueña, Valtorres y la morería de Terrer, que había heredado de su madre. Este estatus hacía que sólo él pudiera tender sólidos canales de comunicación con Enrique II de castilla y Pedro IV de Aragón, para contrarrestar el poder del rey de Francia.

Gregorio XI era hombre afable y piadoso, dedicado al estudio de los cánones en su juventud. Muy sensible a las señales del cielo, se mostró muy impresionado por los mensajes de Santa Brígida y Santa Catalina de Siena que le conminaban, de parte del mismo Jesucristo, a regresar inmediatamente a Roma. Su decisión de volver a su sede, la tomó con rapidez; y a pesar de las continuas dilaciones en el viaje, emprendió el regreso en otoño de 1376. Sólo 11 años después del intento fracasado de Urbano V, que sólo fue capaz de resistir en Roma tres años, viéndose forzado a regresar a Aviñón.

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La situación totalmente desestabilizada de los Estados Pontificios, que había hecho ver a Urbano V la necesidad de gobernar estos Estados desde su capital, se agravó a causa de la implicación de Florencia en los desórdenes y revueltas de la población. Florencia vio en ese desgobierno, su oportunidad de crecer a costa de los Estados Pontificios. Para Gregorio XI resultó aún más acuciante esta necesidad de gobierno directo in situ, puesto que temía perder esos Estados por las insidias de los florentinos.

Finalmente, en enero de 1377, Gregorio XI consiguió regresar a Roma, fijando la sede del papado en el Vaticano (antes había sido en Letrán). Con enormes esfuerzos y peripecias consiguió la pacificación de la ciudad. Pero murió 14 meses después, con lo que su estancia en Roma fue más breve que la de su predecesor Urbano V. Sin embargo, fue definitiva. En efecto, que murió en marzo de 1378 a los 47 años. Fue entonces cuando escribió uno de sus cronistas que todos sintieron gran dolor y tristeza y un vago presagio de calamidades futuras

El tormentoso cónclave subsiguiente, el de 1378, celebrado en Roma (¡por fin!), fue el que dio lugar al Cisma de Occidente, que duró 40 años. Gregorio XI había cambiado las reglas del juego, determinando que no era necesario esperar 9 días para reunir el cónclave, (con lo que quedaba justificada la precipitación) y que bastaba la mayoría simple para elegir papa. El caso es que, de un colegio de 23 cardenales, se reunieron sólo 16 (en los cónclaves de Aviñón nunca llegaron a faltar más de 2 cardenales), dejando fuera a 7 cardenales, precisamente franceses. Por aquí, muy mala pinta tenía la cosa: parecía que había interés en alterar el resultado del cónclave precisamente dejando fuera a estos cinco cardenales franceses. Gravísima irregularidad…

Pero aún hubo otro factor que llevó el cónclave por caminos de gravísima coacción: El pueblo romano estaba amotinado y hasta llegó a entrar violentamente en el mismo cónclave exigiendo un papa romano o al menos italiano, bajo amenaza de muerte a los cardenales electores. No era fácil actuar libremente coaccionados por tamaña presión. El pueblo romano estaba harto de que se le gobernase desde Francia y que una nueva ausencia del papa les empobreciese todavía más por la falta de peregrinos. Ese cónclave era la gran ocasión para restaurar la normalidad política. Se la jugaron y ganaron la partida.

La coerción del populacho fue sumamente eficaz: de ahí que resultase elegido Bartolomeo Prignano, un italiano, tal como había exigido el pueblo romano. Adoptó el nombre de Urbano VI. Era un curial, arzobispo de Bari, que no era cardenal y estaba, por tanto, fuera del cónclave. Fue el candidato de compromiso que propuso el purpurado aragonés Pedro de Luna para conciliar los bandos enfrentados.

Y evidentemente, lo que ganaron los romanos, lo perdieron los franceses. Todo esto ocurrió el mes de abril (el día 7 se inició el cónclave: recordemos que con sólo 16 cardenales); y 5 meses más tarde, en septiembre, se convocó un contracónclave en Fondi, en el que 13 de los 22 cardenales que componían el colegio cardenalicio declararon nulo el cónclave del Vaticano (en el que participaron 16), y nula por tanto la elección de Urbano VI. En ese conclave eligieron como papa al belicoso cardenal Roberto de Ginebra, que adoptó el nombre de Clemente VII. No cabía la menor duda de que la forma absolutamente irregular en que se celebró el cónclave romano, abría la puerta a la negación de su validez. Pero como, desde tiempo inmemorial, los cardenales estaban acostumbrados a hacer apuestas de poder (como la que hicieron 70 años atrás para llevarse la Santa Sede a Aviñón), ahora hicieron otra en la misma dirección; pero las fuerzas políticas (los príncipes cristianos) ya no estaban tan lideradas por Francia como 70 años atrás. 

En efecto, 70 años atrás, el poder del rey de Francia se impuso al papado, que no tuvo más opción que trasladarse a Aviñón cumpliendo los deseos del rey. Ahora en cambio (1378) es el poder intimidatorio del pueblo romano el que condiciona el cónclave para que, saliendo elegido un papa italiano, permanezca el papado a Roma. En ambos casos la Iglesia, en la persona de los cardenales, hizo lo que le impusieron los poderes del mundo. Visto lo visto, tampoco hemos cambiado tanto…

Custodio Ballester Bielsa, Pbro. – www.sacerdotesporlavida.info

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