El proceso revolucionario es el desarrollo, por etapas, de ciertas tendencias desordenadas del hombre occidental y cristiano, y de los errores nacidos de ellas.
En cada etapa, esas tendencias y errores tienen un aspecto propio.
La Revolución va así metamorfoseándose a lo largo de la Historia.
Esas metamorfosis que se observan en las líneas generales de la Revolución se repiten, en menor escala, en el interior de cada gran episodio de la misma.
Así, el espíritu de la Revolución Francesa, en su primera fase, usó máscara y lenguaje aristocrático y hasta eclesiástico. Frecuentó la Corte y se sentó a la mesa del Consejo del Rey.
Después, se volvió burgués y trabajó por la extinción incruenta de la monarquía y de la nobleza, y por una velada y pacífica supresión de la Iglesia Católica.
En cuanto pudo, se hizo jacobino y se embriagó de sangre en el Terror.
Pero los excesos practicados por la facción jacobina despertaron reacciones. Volvió atrás, recorriendo las mismas etapas. De jacobino se transformó en burgués en el Directorio, con Napoleón extendió la mano a la Iglesia y abrió las puertas a la nobleza exiliada, y, por fin, aplaudió el retorno de los Borbones.
Terminada la revolución francesa, no concluye con ello el proceso revolucionario. He aquí que vuelve a explotar con la caída de Carlos X y la ascensión de Luis Felipe, y así, por sucesivas metamorfosis, aprovechando sus éxitos e inclusive sus fracasos, llegó hasta el paroxismo de nuestros días.
La Revolución usa, pues, sus metamorfosis no sólo para avanzar, sino para practicar los retrocesos tácticos que tan frecuentemente le han sido necesarios. Un ejemplo es la “perestroika”, la reestructuración de Gorbachov. Los ingenuos pensaron que se trataba del fin del comunismo. Putin se ha encargado de desmentirlo.
A veces, movimiento siempre vivo, ha simulado estar muerta. Y ésta es una de sus metamorfosis más interesantes. En apariencia, la situación de un determinado país se presenta completamente tranquila. La reacción contrarrevolucionaria se distiende y adormece. Pero, en las profundidades de la vida religiosa, cultural, social o económica, la fermentación revolucionaria va siempre ganando terreno. Y, al cabo de ese aparente intersticio, explota una convulsión inesperada, frecuentemente mayor que las anteriores.
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