El cónclave fallido de 1378, en el que se eligió con violenta presión a Urbano VI, había desgarrado la Iglesia. Prácticamente todos los cardenales, hartos de las chaladuras del tormentoso papa, habían puesto pies en polvorosa y, desde Fondi, depusieron a Bartolomé Prignano y eligieron nuevo pontifice al cardenal Roberto de Ginebra, que tomó el nombre de Clemente VII y, obviamente, fijó su residencia en Aviñón. Es ahí donde se materializa el cisma. Está claro que la razón jurídica que invocaron los cardenales para deponer a Urbano VI, fue la presión bajo la que había sido elegido: una presión realmente durísima, con amenaza y riesgo real de muerte para los cardenales electores. A pesar de ello, la elección era jurídicamente salvable (como intentó salvarla durante un tiempo el cardenal D. Pedro de Luna); porque, al fin y al cabo, la fuerza de la presión no está sólo en el que la ejerce, sino también en quien la sufre. Y si éste es capaz de resistirse, no hay presión capaz de torcer su voluntad.
Pero no fue realmente esa cuestión la que desencadenó el cisma, sino el carácter narcisista y atrabiliario del papa Urbano VI, que había sido elegido en virtud de la enorme coacción del pueblo romano. La peculiaridad de su carácter totalitario hacía que desbaratase todo lo que tocaba y que además consiguiese ponerse en contra a todo el mundo. Así fue como Urbano VI se trabajó él solito el cisma que acabó dividiendo a la Iglesia y a la cristiandad. Realmente él mismo era el cisma. Este papa parecía movido por una invencible vocación cismática…
Y ocurrió lo inevitable: cada monarca cristiano eligió su pontífice, no conforme a derecho, sino en función de sus intereses geopolíticos… El correr del tiempo demostró que las naciones obedientes al papa de Aviñón permanecieron católicas ante la reforma luterana, mientras que las que optaron por Urbano VI -excepto Polonia- fueron finalmente protestantes. ¡Aviso a navegantes! En la península itálica la partida quedó en tablas. Ninguno de los dos papas pudo vencer por la fuerza a su oponente. Clemente volvió a Aviñón y Urbano se atrincheró en los estados pontificios. La geografía, más tenaz que las personas, no ha variado su comportamiento.
Precisamente en ese momento de confusión general, D. Pedro de Luna, el cardenal de Aragón, es nombrado por Clemente VII nuncio y legado plenipotenciario para los reinos de España. En esta ardua tarea, D. Pedro desplegó aquellas cualidades de tenacidad, firmeza, sabiduría teológica y canónica, que lo convirtieron en ese puntal firmísimo que defendió convincentemente la legitimidad del papa aviñonés ante prelados y reyes. En el intervalo de los diez largos años que duró su misión, la habilidad diplomática del cardenal aragonés frente a los defensores de Urbano fue ganando poco a poco las voluntades a favor del papa Clemente: el que ostentaba en principio una mayor apariencia de papa ilegítimo; pero eso fue posible porque la fatal alternativa era el intolerable e intolerante Urbano VI. Tras muchos desvelos, el cardenal D. Pedro de Luna consiguió que, en la Asamblea de Medina del Campo, Juan I de Castilla reconociese la legitimidad del pontífice aviñonés. Corría el año 1380.
Mientras Portugal cambiaba de obediencia en función de sus intereses, D. Pedro de Luna dirigió su mirada hacia el reino de Aragón. Pedro IV el Ceremonioso, anciano ya, pero sumamente astuto, había optado por llevarse bien con los dos pontífices, lo que le permitió retener las rentas eclesiásticas en las arcas reales. Entretanto, el cardenal de Aragón tuvo la habilidad de iniciar poco a poco el desempate ganándose la amistad del príncipe heredero, Juan, a quien intentó casar con una hermana de Clemente VII y al que, por fin, unió en matrimonio con Violante de Bar, sobrina de Carlos V de Francia. Cuando murió su padre, Juan I de Aragón acató con su reino la obediencia de Aviñón. Finalmente, también Navarra hizo lo mismo.
Durante este tiempo, la política de Urbano VI fue la del elefante en la cacharrería. Se enemistó con la mayoría de los que lo apoyaron: llegó a torturar y a ejecutar a tres de sus cardenales por considerarlos desafectos. Por su dureza de corazón y sus equivocaciones fue un desgraciado. Un verdadero demente. Cuando falleció en 1389, nadie lloró su muerte… Sus cardenales pudieron muy bien haber puesto fin al cisma absteniéndose de la elección y reconociendo al papa de Aviñón. Sin embargo, pesaron más sus privilegios y sus parcelas de poder, que un verdadero amor a la Iglesia: dividida y desprestigiada. El resultado fue que los seguidores de Urbano VI (los que medraban con él) se apresuraron a elegir como sucesor de “su” difunto papa al joven cardenal napolitano Pietro Tomacelli, que tomó el nombre de Bonifacio IX.
Fue entonces cuando, acabada su exitosa misión diplomática en Navarra, Castilla y Aragón, volvió Pedro de Luna a Aviñón por breve tiempo. Clemente VII, apreciando sus cualidades, se apresuró a nombrarle de nuevo legado en Francia, Flandes e Inglaterra con la esperanza de que obtuviera el mismo éxito que en España. Las cosas, desgraciadamente, fueron ahora diferentes: los enemigos de Aviñón no le permitieron ningún contacto con el monarca inglés; y en Francia, D. Pedro de Luna no tuvo más remedio que entrar en contacto con los díscolos profesores de la Universidad de Paris, que veían en el concilio la única solución para el Cisma. Allí, el cardenal de Aragón expuso las conclusiones a las que había llegado a través de la documentación canónica disponible: visto que la via facti (el camino de los hechos, la fuerza bruta, el poder militar) había conducido a un callejón sin salida para las dos obediencias, la única vía justa (via justitiae) para que no sufriese menoscabo la autoridad del Vicario de Cristo, era que los dos pontífices, puestos de acuerdo, renunciasen simultáneamente, provocando así una situación de Sede vacante. Entonces los cardenales de las dos obediencias procederían a una nueva elección, ya sin disputa.
La propuesta llegó a oídos de la curia de Aviñón que, alarmada, vio en la postura de Pedro de Luna una hábil maniobra para postularse como sucesor de Clemente VII. La cosa se torció de tal manera que, perdido el beneplácito y la confianza del mismo papa aviñonés, el cardenal de Aragón tiró la toalla y pidió permiso para retirarse de los asuntos públicos e instalarse en Reus. Sin embargo, al poco tiempo recibió allí a unos mensajeros que le instaban a viajar de nuevo a Aviñón… El 16 de septiembre de 1394 el papa de Aviñón había dejado este mundo.
La situación estaba revuelta. La Universidad de París con su profesorado vivía en un estado de concilio permanente aconsejando y hasta imponiendo soluciones al cisma. Algo parecido al camino sinodal en que está embarrado hoy el episcopado alemán. La mayoría se inclinaba por un concilio convocado por los príncipes, pues los dos papas no querían ni oír hablar de él… Otros abogaban por la via cessionis: los dos pontífices debían renunciar a su derecho y abdicar sencillamente. Después los cardenales elegirían al nuevo e indiscutido papa. Los menos se inclinaban por la via compromisi. Es decir, se proponía que doctores de ambas obediencias expusiesen sus razones y luego las dejasen en manos de dos jueces imparciales, que decidirían en última instancia quién era el verdadero papa. Imparcialidad, quedaba ya bien poca en todas partes.
El cónclave aviñonés tenía ante sí un dilema: la cristiandad clamaba por la unión. Bastaba que los purpurados se abstuviesen de elegir papa o que, reunidos, eligiesen a Bonifacio XI (el sucesor de Urbano VI), que reinaba en Roma. No fue así. Se apresuraron a entrar en cónclave. Los cardenales fueron los responsables del origen del cisma y ahora lo serán de su continuación. Al igual que en Roma a la muerte de Urbano VI primaba, no el bien de la Iglesia, sino el conservar intactos los privilegios que se habían adquirido en cada obediencia, y el deseo de negociar de poder a poder con el oponente. La naturaleza humana, siempre fiel a sí misma…
El rey Carlos V de Francia remitió a los cardenales de Aviñón una misiva que -suponían- les ordenaba que no procediesen a la elección. Los purpurados decidieron abrirla después de realizar el escrutinio con el objetivo simultáneo de no desobedecer al rey y hacer, a la vez, lo que tenían decidido… El Sacro Colegio -antes y ahora- ¡siempre genial! Para no parecer enemigos de la unión, los electores firmaron una cédula comprometiéndose a trabajar por el fin del cisma por todos los medios, sin excluir la cesión o abdicación. Sólo el cardenal Luna puso objeciones al texto aduciendo que, además de inútil, era perjudicial y deshonroso para el papa, pues había de suponerse que el Sumo Pontífice, por el hecho de serlo, pondría toda la carne en el asador para conseguir la unión. Algunos pensaron que esta perorata delataba su sensación de saberse ya elegido… Sin embargo, también el cardenal de Aragón firmó el compromiso y se procedió a la elección.
El 28 de septiembre de 1394 fue elegido casi por unanimidad D. Pedro de Luna, que tomó el nombre de Benedicto XIII, conocido universalmente como el Papa Luna. En aquel momento todos vieron en él al eclesiástico más indicado para devolver la unidad a la Iglesia. Luego la cosa se torció, como casi siempre… Pero Dios escribe recto en los torcidos y sinuosos renglones de la historia.
Custodio Ballester Bielsa, Pbro. www.sacerdotesporlavida.info
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