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Historia

Rendirse al poder del mundo (VII)

Imagen con licencia Pixabay

El 28 de septiembre de 1394, tras la muerte de Clemente VII, fue elegido pontífice en Aviñón el cardenal aragonés D. Pedro de Luna y Gótor, que tomó el nombre de Benedicto XIII. Parece ser que no pasó por las privilegiadas mentes del colegio cardenalicio el abstenerse de un nuevo cónclave o que, reunidos, recayese su elección en Bonifacio XI, el papa romano, con lo que se hubiese resuelto el cisma. Los cardenales “aviñonenses” se empeñaron en elegir a “su” papa. Ni siquiera quisieron evitar una nueva elección e intimar la renuncia de este último. Los cardenales, siempre los cardenales, fueron materialmente los responsables del origen del cisma; y serán ahora, unos y otros, los responsables de su continuación. Genio y figura… 

En estos momentos sigue habiendo pues, dos papas: el de Aviñón, el Papa Luna, elegido tras la muerte de Clemente VII, y el de Roma, Bonifacio XI, sucesor de Urbano VI, el energúmeno que provocó el cisma encabronando a los cardenales. Por tanto, el rey de Francia tenía “su” papa, y el pueblo de Roma el suyo.

El Papa Luna era un prominente cardenal de vida limpia y austera, experto conocedor de la ley canónica de la Iglesia, que destacó durante diez largos años como hábil diplomático hasta el punto de ganar para la obediencia de Aviñón a todos los reinos de la península ibérica, con la excepción de Portugal. Enviado como legado pontificio a Inglaterra y Francia, el cardenal de Aragón perdió finalmente la confianza de Clemente VII cuando afirmó, ante los díscolos profesores de la Universidad de París favorables a un concilio, que la solución del Cisma pasaba por la renuncia voluntaria y simultánea de los dos papas en disputa. Así, con la Sede vacante, los cardenales de las dos obediencias procederían a una nueva y definitiva elección.

En el cónclave donde salió elegido, Pedro de Luna firmó con los demás cardenales un documento en el cual se comprometía a usar de todos los medios para poner fin al cisma sin excluir la abdicación o la cesión. Con estos antecedentes, la noticia de la elección de Benedicto XIII se vio en aquel momento con una gran esperanza… Parecía el hombre providencial que iba a devolverle a la Iglesia su unidad. Comunicó inmediatamente su elección al rey de Francia asegurándole que su intención era terminar con el cisma a toda costa, “porque prefiero acabar mis días en un desierto o en un monasterio, antes que contribuir a prolongar esta situación de desorden, tan perjudicial a todos”, aseguró el pontífice electo. Todos se pusieron a trabajar en este sentido.

Tras la embajada ante la curia de Aviñón del Dr. Pedro de Ailly, capellán real y canciller de la Universidad de París, éste abogó por que ambos papas renunciasen de grado o por fuerza. Los buenos deseos del Papa Luna no acababan de concretarse y la corte del rey ardía en impaciencia. Por ello, para tratar el asunto con seriedad convocó en febrero de 1395 una asamblea de obispos, abades, priores y delegados de la universidad y del Parlamento, el primero de los concilios galicanos tenido para procurar la unión. Se pronunciaron a favor de la via cessionis por abrumadora mayoría. En caso de que los papas se negasen, los reyes cristianos deberían negarles la obediencia. Una solemne embajada formada por los duques de Borgoña y Berry, tíos del rey, y del duque de Orleáns, hermano de Carlos V, partió hacia Aviñón en el mes de mayo al objeto de invitar a Benedicto XIII a la renuncia.

Respondió el Papa Luna que, de cesión, nada. Una cosa es lo que hace uno siendo un simple cardenal y otra lo que hace un papa. Argumentó que la via cessionis para acabar con un cisma no la reconoce la ley canónica ni se ha usado nunca en la Iglesia. Sería, por tanto, perjudicial. En cambio, propuso a los emisarios del rey de Francia la via conventionis. Se trataría aquí de un coloquio entre los dos papas en el que cada uno expondría sus razones. El que las aportara con más contundencia y claridad sería declarado verdadero papa. Sus enemigos dijeron inmediatamente que se trataba de una trampa para su oponente Bonifacio XI, pues a dialéctico nadie ganaba a Benedicto XIII, convencido como estaba de su absoluta legitimidad. 

Vista la resistencia de D. Pedro de Luna a la renuncia, los nobles franceses se reunieron con el colegio y convencieron a todos los cardenales -ligados económicamente al rey de Francia- de que la cesión y renuncia de Benedicto era la única solución. Sólo Martín de Zalba, arzobispo de Pamplona, defendió la via facti (el uso de la fuerza contra el papa romano) y permaneció fiel al pontífice aragonés. Los demás le abandonaron.

Una nueva asamblea del clero francés reunida en agosto de 1396 exigió las más severas medidas contra Benedicto XIII para ahogarlo económicamente. Finalmente, en otoño de 1397, una triple embajada real de Francia, Inglaterra y Castilla se presentó en Aviñón con un ultimátum: si para la candelaria del año próximo no se lograba la unidad, el rey Carlos VI impediría al papa cobrar cualquier impuesto y cualquier nombramiento de beneficios eclesiásticos. La embajada siguió hasta Roma donde Bonifacio XI les aseguró que nunca renunciaría a sus derechos ni se sometería al arbitrio de nadie y mucho menos a un concilio. Sus cardenales y el pueblo romano apoyaron decididamente esta actitud. 

El rey de Francia, enfurecido por los desplantes, convocó un concilio nacional en su palacio al objeto de discutir sobre los modos prácticos de implementar la via de la cesión: substracción total de la obediencia a Benedicto XIII o parcial. Es decir, negarle todo subsidio económico e impedirle cualquier colación de beneficios eclesiásticos (nombramientos canónicos). Aunque se debatió escolásticamente (seis oradores a favor de la sustracción y seis en contra), la decisión ya estaba tomada… Todos aquellos obispos y canónigos debían sus cargos al rey de Francia y de ellos vivían opíparamente.

El Patriarca Simón de Cramaud expuso entonces descaradamente las doctrinas galicanas: Cuando el obrar del papa produce escándalo en la Iglesia, el papa no debe ser obedecido. También el teólogo Gil des Champs afirmó en aquella ocasión que a los reyes les compete el intervenir en los asuntos eclesiales: Mucho más se le ha de conceder esto al rey de Francia, guardián de las franquicias de su reino, que debe cuidar del buen estado de la Iglesia francesa. No es necesario reunir un concilio ecuménico para juzgar al papa cuando los crímenes de éste son tan notorios como en el caso de Benedicto XIII, cuya avaricia y ambición tiene a la Iglesia dividida; además -continuó el teólogo de estómago agradecido- los concilios particulares son virtualmente universales y la historia demuestra que bastan para reprimir las herejías. Y no solamente en tiempo de cisma, también en tiempos de paz hay que arrebatar al papa la usurpada facultad de disponer de los beneficios eclesiásticos. ¿Acaso la Iglesia galicana no podrá disponer de sus propios beneficios? ¿En qué consiste pues su libertad?

Otro paniaguado doctor de la Universidad de París, Pablo Plaoul, subiéndose a la ola del tsunami antipapal, afirmó que los papas reciben su poder de los mandatarios de la comunidad eclesiástica y, por tanto, se hallan bajo el control de la Iglesia; no así los monarcas, que reciben su poder por nacimiento o herencia y no están sometidos al pueblo. La doctrina galicana suponía por tanto que la potestad del papa está condicionada y limitada por la naturaleza de su misión, que es apacentar el rebaño con el ejemplo, la palabra y la doctrina. En lo que se refiere a su supervivencia material, la Iglesia está sometida al poder del rey en cada territorio. Por ello, justificaron la asfixia económica de Benedicto y le retiraron la obediencia con la excusa de que así volvían a la Iglesia primitiva, donde todavía el papa no había usurpado los derechos de confirmación de los obispos y de los beneficios que les correspondían a éstos. 

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Todo ello constituyó el cuerpo doctrinal que los aduladores del rey de Francia utilizaron para demostrar la legitimidad de sus actuaciones: abandonar la obediencia del Papa Luna y someterlo a un asedio militar en su palacio de Aviñón con la intención de doblegar su voluntad. El 1 de septiembre de 1398 empezó un bloqueo que, con más o menos estrecheces, duró cinco años. Todos los cardenales súbditos franceses le abandonaron. Sólo Martín de Zalba (en la fotografía de la derecha), los cardenales arzobispos de Gerona y Tarazona y dos purpurados más permanecieron en la fortaleza papal resistiendo el acoso. El mercenario Godoftredo Boucicaud, a sueldo del rey de Francia, acometió las soberbias murallas con bombardas, ballestas y minas subterráneas. Los doscientos soldados aragoneses que defendían al pontífice, mal avituallados, se batieron como leones rechazando todos los asaltos.

Benedicto XIII, abandonado por todos los monarcas católicos, sólo encontró incondicional apoyo en Martín I el Humano, rey de Aragón, que viajó a Francia para lograr la paz entre el pontífice y el rey francés. Las negociaciones fueron largas e infructuosas, pues se querían imponer al papa Luna condiciones sumamente onerosas, hasta el punto de quedar prisionero en la jaula de oro de Aviñón de por vida. Sin embargo, el correr de los meses y los años hizo que la opinión pública se fuese decantando a su favor. La presión continuada sobre el pontífice sitiado en su palacio se hacía cada vez más odiosa al pueblo cristiano que se veía sin un liderazgo visible. Por otro lado, la substracción de obediencia había convertido la corte francesa en una nueva curia pontificia. Los obispos galicanos, que se las prometían muy felices con la nueva libertad para administrar sus recursos económicos al margen del papa, vieron como el rey de Francia se quedaba con los diezmos y les imponía nuevos impuestos. Los mismos profesores de París se sentían despreciados por unos monarcas que, al contrario que el pontífice, despreciaban su labor. 

Las universidades empezaron a clamar entonces por la restitución de la obediencia a Benedicto. La misma corte estaba dividida. Mientras los duques de Borgoña y Berry le eran hostiles, el duque de Orleáns, hermano del rey, le defendía con vehemencia. Desde Aragón y Castilla se protestaba con virulencia contra el humillante trato que se le estaba dando al pontífice. Pensó entonces el Papa Luna que la Cristiandad podría ponerse de su parte cuando pudiese obrar libremente… Por ello decidió dar un golpe de efecto: la noche del 11 de marzo de 1403 Benedicto XIII, disfrazado de cartujo y llevando sobre el pecho una hostia consagrada, salió sigilosamente del palacio de Aviñón y con la ayuda del embajador de Aragón, Jaime de Prades, se embarcó en una chalupa y descendiendo por el Ródano escapó de los dominios del rey de Francia.

Una vez conocida en Aviñón la fuga del papa, se organizó una solemne procesión por sus calles, con asistencia del clero regular y secular, gritando: ¡Viva el papa! ¡Viva el papa Benedicto! Los mismos cardenales traidores que le abandonaron durante cinco años llamándole hereje y cismático, corrieron a la Provenza, donde Luis II de Anjou le había acogido, y le imploraron perdón. El papa se lo concedió inmediatamente. El rey de Castilla, Enrique II, le devolvió la obediencia. Aragón nunca abandonó a su papa. También Francia, respondiendo a la presión popular, acabó restituyendo la obediencia. La via cessionis había demostrado su ineficacia. Sin embargo, la restitución de la obediencia fue condicionada al compromiso de renunciar a la tiara en caso que su adversario abdicara, muriera o fuera depuesto. El poder civil siempre marcando la agenda a la Iglesia, antes y ahora.

Ya libre, desde la abadía de San Víctor en Marsella, Benedicto XIII despachó a la Ciudad Eterna una embajada con el propósito de proponer de nuevo a Bonifacio XI la via conventionis, la disputa razonada sobre sus eventuales derechos y la forma de concluir el cisma. Bonifacio recibió a los emisarios ya moribundo, pues entregó su alma a Dios el 1 de octubre de 1404. El Papa Luna olvidó su compromiso de abdicar… Por ello, sus cardenales no pudieron reunirse con los de Roma para elegir a un nuevo papa indiscutido. Seguramente porque los compromisos adoptados bajo presión no obligan y menos a un papa. El cónclave romano por su parte eligió a su nuevo papa, Inocencio VII, que prometió también con todos los cardenales electores, abdicar espontáneamente si era para bien de la Iglesia. De entrada, se negó en redondo a negociar con Benedicto; y éste, indignado, aparejó una pequeña flota hacia Italia con el propósito de vencer o convencer a su rival. 

Con un préstamo del rey de Aragón, Martín I, y con una colecta express de impuestos pontificios, la flotilla del Papa Luna avanzó a lo largo de la costa: Niza, Mónaco y, finalmente Génova, donde fue recibido triunfalmente por el clero y el pueblo. Sin embargo, habiendo vuelto los tumultos a Roma. El cardenal nepote Ludovico Migliorati había secuestrado y asesinado a once aristócratas romanos enemigos de su tío Inocencio VII, que tuvo que refugiarse en Viterbo. Benedicto anunció que iría hasta allí para entrevistarse con su oponente y hacerle entrar en razón. Al negarle el papa romano el salvoconducto para transitar por su territorio, el confiado Benedicto pidió ayuda al rey de Francia que organizó una fuerza militar al mando de Luis de Anjou. A pesar de ello, una vacilación de última hora hizo que las tropas no partiesen hacia su destino. Y aunque los reyes de Castilla y Aragón y los caballeros de San Juan de Jerusalén, le nutrieron de ciertos efectivos, el conflicto entre pisanos y florentinos le cortó el paso; y una terrible epidemia de peste bubónica se desató en Génova y en toda la Riviera. Por ello, Benedicto hubo de retroceder paulatinamente con sus barcos ante el avance de la peste negra que, extendiéndose rápidamente, le hizo volver sobre sus pasos hasta Marsella en diciembre de 1405. La expedición había fracasado ciertamente, pero las circunstancias todavía se complicarían más… Múltiples peligros acecharán todavía a la Iglesia. Pero el poder de la muerte nunca la vencerá  (cf. Mateo 16,18). 

Custodio Ballester Bielsa, pbro. www.sacerdotesporlavida.info 

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