Iba yo el otro día bajando del campo con un par de mis mangantes, forma cariñosa de tantas que tengo para llamar a esos tontos útiles capaces de robarte hasta el último segundo de tu tiempo, cuando cansados por toda la andanza que habíamos acometido aquel día, decidimos sentarnos a descansar en mitad de un camino, más concretamente a la sombra de un vetusto y olvidado olivo.
Allí, imbuidos por el calor tardío de un verano ya enterrado, y presos por esa mezcla de tonos verdecinos, áuricos y plomizos propios del paisaje pseudomanchego, volvimos a la faena que mejor se nos ha dado siempre hacer a los españoles, salvar España a base de peroratas y conjeturas, a base de palabrería ingrata y acción timorata, es decir, enterrar España.
España marcha, o eso pensaba Gabriel Celaya, y la verdad es que sí, que España marcha, pero no hacia donde debería. Para comprender a lo que me refiero, debemos de pensar en España como un trino indivisible: su alma, el paisaje que compone a esta; su tradición y cultura, la noción de pertenencia y de sentimiento a esta; y sus gentes, la voluntad que sostiene en pie, aglutina y hace funcionar a esta. De estas tres partes en que se puede dividir España, a día de hoy solo queda el viejo olivo, el alma; las otras dos partes, bien por dejadez, bien por inacción, ya apenas existen, ¿O acaso no vemos hoy como la gente celebra antes ritos paganos como el Halloween, antes que ir al cementerio a rendir culto a sus muertos? ¿O acaso no vemos como los profesionales de la política hacen de las leyes su beneficio, y nadie marcha en las calles para detenerlos? Y como estos dos ejemplos, todo.
De nada sirve hablar con quien es sordo, siempre dirá que lo que pretendes es radical o reaccionario, de izquierdas o de derechas, inquisitorial o herético. Pamplinas vacuas. Te dirá que lo que quieres es cerrar a España del progreso y del comercio, pero ni mucho menos se pretende eso, tan solo regenerar a España, tomar lo mejor de aquí y lo mejor de allá, y reconstruir el solar ruinoso que se ha convertido la Península.
En España lo que verdaderamente hace falta es menos palabrería y más acción, de lo contrario en pocos años estaremos todos vistiendo de luto en un entierro, y el muerto será España. Habrá llegado a tal punto la homogeneización de esta respecto al mundo, que ya no podrá seguir llamándose España. Quizá Francia, Italia o Portugal, dudo que también estos existan, pero jamás España, puesto que nada de ella quedará ya.
En palabras de dos mártires del hoy y del ayer no llamo con la invocación del nombre de España a una charanga patriótica. No invito tampoco a cantar fanfarronadas. Llamo a la labor ascética de encontrar bajo los escombros de una España detestable, la clave enterrada de una España exacta y difícil. Me duele España, como también le dolió a José Antonio y a Unamuno, y antes de ellos a Cervantes y a Quevedo.
Al menos sé que mientras que todo sea devorado, el campo, la mar y el cielo, seguirán siendo los mismos, como también lo seguirá siendo la sombra de aquel senecto olivo. Nuestro deber como españoles es aprender qué significa España: tres sílabas marcadas por una ahogada voluntad de cambio, de progreso y a la vez de tradición; tres sílabas cargadas de cabezonería entre lo que queremos y lo que podemos llegar a ser; tres sílabas cargadas de buen humor y de mal genio, de la más ilustre pedancia y del mayor analfabetismo. Muera la España de homogéneos y viva la España de opuestos, nuestra España, la de siempre, la castiza y cerrada, la única.
Juan José Fernández Doctor
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