La noticia de que Luis Inacio Lula da Silva ganó las elecciones en Brasil, no es una noticia. Era sabido que él iba a triunfar. Pero no porque las opiniones de las encuestas hayan acertado. No porque los predictólogos hayan atinado, no porque lo afirmaron los medios de comunicación. Uno se podría preguntar de cómo es que gana un hombre que estuvo preso por corrupto, teniendo esa enorme mancha negra en su currículo político. ¿No habría sido suficiente para que los brasileños se hubieran desencantado de Lula da Silva?

Ahí está el pequeño-gran detalle. El trabajo de limpieza de la imagen de Lula realizado por los académicos, periodistas o incluso, los artistas; surtió efecto. Y con un nuevo perfil político de aura pura e inmaculada presencia, los brasileños olvidaron que el hombre es un corrupto.  La invocación de aquella imagen de prosperidad a pesar de que, por debajo de la mesa había tratos oscuros de los que Lula se beneficiaba cuando gobernó la primera vez, fue traída a la mirada de un Brasil ansioso de un nuevo mesías. Está claro que apelar al sentimiento que genera la pobreza en la vida de los desfavorecidos, es una buena estrategia. Y eso, Lula lo supo aprovechar.

Sin embargo, pese al trabajo de limpieza de la imagen de Lula, quien derrotó a Jair Bolsonaro; fue Jair Bolsonaro. Su espíritu narcisista y los exabruptos en sus palabras, socavaron su propio perfil. Le sirvió para ganar las primeras elecciones porque era el sentimiento que la gente en Brasil expresaba. Querían a un mesías diferente del que habían estado acostumbrados. Y Bolsonaro, nacionalista de vieja guardia, ex caudillo militar, protestante de pies a cabeza, enemigo del progresismo; logró convencer al pueblo de que él era el salvador.

No supo ver que las circunstancias políticas creadas por su propio mandato, empujadas por sus irritantes opiniones en ciertos temas, le estaban tendiendo la trampa. De este tipo de cosas se aprovechó el progresismo para construir discursos anti Bolsonaro que iban calando en la consciencia de la gente. Y una vez traído Lula da Silva a la palestra pública como el candidato perfecto en las circunstancias adecuadas, purificada su imagen de antiguo corrupto, le asestaron el golpe mortal al mandato del presidente Jair Bolsonaro.

En su narcisismo ya había advertido que solamente reconocería los resultados electorales que él considerara convincentes. ¿Acaso no era la misma iniciativa que empujó Donald Trump para deslegitimar su derrota? Sería una muy mala estrategia política que Bolsonaro no reconociera la victoria de Lula da Silva intentando deslegitimar al sistema electoral de su país. Es verdad que ha guardado silencio al respecto, aunque algunos dicen que reconocerá la derrota. Si lo hace, bien. Y al hacerlo, comenzar otra vez el juego de la prudencia política.

Luis Inacio Lula da Silva convenció a su electorado que el país con Bolsonaro había vivido en un estado de conflicto y hostilidad: contra las minorías, contra los indígenas, contra las mujeres, contra el medio ambiente… todo aquello que la agenda globalista y progresista ha sabido estructurar como programa político de pretensiones universales. ¿Cómo es que no se percatan aquellos que pretenden frenar el avance de esta agenda que deben dejarse de complacencias y actuar de manera inteligente? Lula vendió paz, la gente le compró paz.

Así pues, la purificación y el relanzamiento de la imagen de Lula da Silva, la denostación del gobierno de Bolsonaro y su propio narcisismo y la venta de un estado futuro de bonanza, parecen ser los ingredientes esenciales con que el progresismo brasileño cocinó su victoria electoral. ¿No es esto una clase de cómo ejecutar acciones con la intención deliberada de conquistar el poder para implantar una agenda política? Si los que luchan en la palestra pública no aprenden de los errores ni de sus rivales, veremos caer al mundo en las fauces de la agenda del globalismo progresista. ¿Y eso lo vamos a permitir?

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