Juan XXIII y el Concilio de Constanza
En 1409 la Iglesia Católica se había convertido en tricéfala. Tras el concilio de Pisa, cardenales traidores a las dos obediencias, descontentos con la actitud vacilante de Gregorio XII y con la obstinación de Benedicto XIII, que dilataban indefinidamente la solución del cisma, convocaron por su cuenta y riesgo un concilio en Pisa que concluyó con la deposición de los dos papas y la elección del que ellos creyeron indiscutido: Alejandro V. Éste se las prometía muy felices con el apoyo de Luis II de Anjou que conquistó los Estados Pontificios para él. Se preparaba para establecerse en Roma cuando le sobrevino la muerte en mayo de 1410. Inmediatamente fue sucedido por el que fuera camarlengo de Bonifacio IX, insistentemente recomendado por Luis de Anjou: el belicoso cardenal de Bolonia, Baltasar Cossa, que tomó el nombre de Juan XXIII. San Antonino de Florencia lo caracterizó con estas palabras: In temporalibus quidem magnus, in spiritualibus vero, nullus omnino (En las cosas temporales, ciertamente grande; pero en las espirituales, una total nulidad). Como político, administrador y hasta estratega militar, competente cardenal. Sin embargo, las circunstancias de su pontificado le hicieron naufragar miserablemente.
Abandonado Gregorio XII por casi todos, que se habían pasado a la obediencia pisana, estaba bajo el precario amparo del ambicioso Ladislao de Nápoles. El papa Luna, apoyado por el rey de Aragón Martín el Humano, se retiró a Barcelona acompañado por el insigne predicador dominico San Vicente Ferrer, a la espera de unos acontecimientos que acabaron precipitándose.
La iniciativa la tomó entonces Juan XXIII, que intentó con una embajada, que los reyes de Aragón, Castilla y Navarra abandonasen a Benedicto XIII. Nada pudo conseguir, ni con ellos ni con los poquísimos partidarios que le quedaban a Gregorio XII. A pesar de todo, el papa pisano consiguió finalmente entrar con Luis de Anjou en Roma en 1411. Aunque había excomulgado a Ladislao de Nápoles, cuando Luis II abandonó Roma estableció un efímero armisticio con su enemigo y le perdonó, después de haberle prometido abandonar a Gregorio XII. Sin embargo, rompió sus acuerdos con el papa atacando Roma y poniendo a Juan XXIII en precipitada fuga. Como Florencia le cerró las puertas, buscó la protección del emperador alemán Segismundo, que estaba entonces en el Norte de Italia. Éste se la ofreció, pero no desinteresadamente, pues el monarca estaba convencido de que sólo su protagonismo, mediante la convocatoria de un concilio general de toda la Iglesia, podría resolver el cisma, deponiendo definitivamente a los tres papas para restaurar la unidad. El rey de Francia, que tanto había influido en el Cisma para bien y para mal, y por ello absolutamente quemado, dejó todo el protagonismo al Emperador.
Segismundo sabía también que Gregorio XII, falto de apoyos, había tirado la toalla: estaba dispuesto a aceptar un concilio convocado a instancias del emperador y hasta a abdicar -ahora sí- por “el bien de la Iglesia”. Así pues, consiguió convencer a Juan XXIII de convocar un concilio en la ciudad de Constanza. El pobre papa creyó que eso afianzaría su legitimidad, pues esperaba que la asamblea conciliar depusiera a sus dos competidores. No tardaría en darse cuenta de su error…
El 5 de noviembre de 1414 Juan XXIII declaró abierto el concilio. Fue verdaderamente multitudinario. En los momentos de más asistencia contó con 29 cardenales, tres patriarcas, 33 arzobispos, 150 obispos, más de 100 abades, 300 doctores y 18000 eclesiásticos. Un concilio tan mediático como el que 548 años más tarde convocaría el segundo Juan XXIII: el Vaticano II. Además del Emperador, que vino acompañado por numerosos príncipes alemanes, estaban representados casi todos los reyes cristianos. El día de Nochebuena de ese año, en la misa pontifical de Navidad el mismo emperador Segismundo -según antigua costumbre-, revestido de la dalmática diaconal de brocado rojo y con la corona en la cabeza, cantó el Evangelio de la solemnidad: Exiit edictum a Caesare… Así las gastaban entonces; y ahora… a cuántos mandatarios del mundo les gustaría pronunciar hasta el sermón.
Juan XXIII no estaba dispuesto a que se discutiese ni su elección ni la legitimidad del concilio de Pisa, cuya continuación debía ser el de Constanza. Consideraba a los depuestos Gregorio XII y a Benedicto XIII ya fuera de juego y, seguro de sí mismo, se dispuso a jugar unas cartas que estaban marcadas… por el emperador. Aunque Juan XXIII se hizo acompañar de un numeroso séquito de prelados fieles a su causa para contar con una amplia mayoría de apoyos, resultó que al final perdió su ventaja: determinó el concilio que no sólo los obispos y abades tuviesen voto en las congregaciones, sino también los doctores en teología y en Derecho canónico.
Sin embargo, algo todavía más grave sucedió: Contra toda la tradición de la Iglesia, el 7 de febrero de 1415 se decidió que la votación no sería personal e individual, sino colectiva, ¡por naciones! Cada nación, estuviese integrada por muchos o pocos individuos, tendría un solo voto. Cada cardenal votaba dentro de su nación. Sólo después de mucho insistir, consiguieron los serviles purpurados que se les concediera a duras penas un voto colectivo, como una nación más. Tanta conciencia de oligarquía corporativa como tenían, los cardenales se habían convertido con el tiempo en unos mindundis, que tenían que mendigar su derecho a ser escuchados en precaria igualdad de condiciones con los príncipes y obispos de las otras naciones. Sus papas les hicieron cardenales, los traicionaron, montaron un concilio y eligieron otro pontífice. Ahora pagaban las consecuencias. También a Juan XXIII acabó saliéndole el tiro por la culata. Ahora el poder político les arrebataba el suyo por su incompetencia en recobrar la unidad eclesial. En el pecado siempre va la penitencia.
Corría insistentemente el rumor de que la solución más sencilla para el cisma sería la cesión o la abdicación de los tres papas. Eso es lo que pensaban el emperador Segismundo y los dos grandes mentores del concilio: los cardenales Fillastre y el incombustible Pedro de Ailly. La consternación del Juan XXIII ante la encerrona conciliar se volvió pánico cuando se desató una campaña anónima contra él con horrendas acusaciones de avaricia, fornicación, herejía, fraude, mendacidad, perjurio, violencia… El hombre se acoquinó y el 1 de marzo de 1415 se comprometió a cesar voluntariamente en el papado por el bien de la Iglesia, si hacían otro tanto Benedicto XIII y Gregorio XII; e incluso si ellos no lo hacían. El emperador le agradeció efusivamente el gesto. Luego, sin embargo, Juan XXIII pensó que sólo la disolución del concilio le permitiría salvar los trastos, por lo cual pensó que huir de Constanza sería la solución: descabezaría el concilio forzándolo a disolverse. Pero estaba llegando demasiado tarde.
Con lo que no contaba Juan XXIII es con que la firmeza de Segismundo y su voluntad de consumar el concilio, pesarían más que sus manejos. La confusión, el desorden y la perplejidad que provocó su fuga se le volvió en contra: las doctrinas conciliaristas se propagaron públicamente y sin restricción, afirmando la superioridad del concilio sobre el papa. El canciller de la Universidad de París, Juan Gersón, en nombre de la nación francesa defendió delante del emperador que todos los cristianos, incluso el pontífice, deben obedecer el concilio, asistido por el Espíritu Santo; siendo el papado esencial a la Iglesia, no puede el concilio destruir la potestad pontificia establecida por Jesucristo, pero sí regular y moderar su ejercicio para bien de la Iglesia; el concilio en su convocación es independiente del pontífice romano y tiene derecho a imponer a éste cualquier medida que sea necesaria para la extinción del cisma… La cosa estaba ahora peor que al principio.
En las sesiones IV y V (30 de marzo y 5 de abril de 1415), la irritación contra el fugado Juan XXIII llegó al paroxismo y el conciliarismo campó a sus anchas hasta el punto que los representantes de las naciones hicieron sus propuestas sin contar ya con los cardenales ni, por supuesto, con el papa. El concilio se había convertido en la cuasi encarnación del Espíritu Santo y sus decisiones se convertían en definitivas hasta para el pontífice. Los cardenales montaron en cólera por el desprecio; y sólo la habilidad negociadora del emperador Segismundo consiguió calmar los ánimos momentáneamente. Y es que al final se declaró que las decisiones conciliares debían ser obedecidas por todos sin excepción en lo que se refiere a la fe, la extirpación del cisma y la reforma de la Iglesia tanto en la cabeza como en sus miembros. Y seguía: Quien no obedezca a los decretos de este santo sínodo o de cualquier otro concilio general y persista en su contumacia… aunque sea de dignidad papal, sea debidamente castigado.
A partir de ahí el concilio decidió deponer a los dos papas y aceptar la dimisión de Juan XXIII, que había huido de Constanza bajo la protección del duque Federico de Austria. El papa pisano fue finalmente entregado al emperador y, en las sesiones de mayo de 1415, fue acusado y declarado contumaz y, sin que nadie le defendiera, depuesto por simoníaco, dilapidador, deshonesto e incorregible. Sólo el cardenal Zabarella se atrevió a hablar en su favor, pero fue acallado por el confuso griterío de los ¡Placet! de la sentencia conciliar. Luego, Juan XXIII fue encarcelado durante cuatro años. La “misericordia” de ayer y de siempre…
El decrépito Gregorio XII, por su parte, falto de todo apoyo, envió sus delegados al concilio y en su nombre legitimaron la asamblea y cumplieron con la formalidad de convocarla de nuevo, y confirmaron cualquier cosa que hiciere en favor de la unidad y la reforma de la Iglesia. Luego, el cardenal Malatesta, plenipotenciario del papa romano, leyó la fórmula de renuncia al papado. Así, tal cual. Un rápido final para una resistencia antes tan encarnizada. Llama la atención lo difícil que se lo puso a Benedicto XIII siete años antes, cuando Gregorio dinamitó todo intento de entendimiento, y lo fácil que fue todo luego en Constanza. Serán los misterios de la historia…
Con dos papas neutralizados la asamblea conciliar se aprestó entonces a intentar la abdicación-cesión de Benedicto XIII. El hueso resultó muy duro de roer. Tanto Juan XXIII como Gregorio XII se habían mostrado gravemente pusilánimes cuando les fallaron los apoyos políticos. Finalmente, abdicaron los que meses antes, rechazando cualquier compromiso con sus oponentes, se habían mostrado inflexibles. En cambio, el papa Luna se había esforzado tenazmente en lograr un encuentro, primero con Gregorio XII y finalmente también con Juan XXIII, para aclarar legitimidades y, en su caso, abdicar los tres a la vez, pactando previamente las condiciones del nuevo cónclave: era la via justitiae. Todo fue en vano, y ahora sólo quedaba él defendiendo su legitimidad y ofreciendo soluciones canónicas para acabar con el Cisma. Nadie quiso escucharle. Estaba ya todo decidido.
Mientras Pedro de Luna proclamaba contra viento y marea que el concilio no podía estar por encima de la autoridad pontificia; mientras Benedicto XIII argumentaba su legitimidad y defendía la libertad de la Iglesia frente al poder político desde la teología, la tradición de la Iglesia y los cánones del Derecho, los cardenales -sin doctrina ninguna- sólo aspiraban a mantener sus privilegios materiales con un papa o con otro, y los príncipes y reyes hablaban desde el politiqueo y la componenda: éstos, los poderosos del mundo, habían tomado en sus manos las riendas de la Iglesia y ahora no las iban a soltar. Mucho les había costado. Querían meter mano en la caja, privar a la Iglesia de cualquier ingreso y someter a la Esposa de Cristo a través de un pontífice dócil a sus intereses. La bienintencionada excusa de Constanza era la reforma de la Iglesia en su cabeza y sus miembros. Grandes enseñanzas de la historia, que en estos momentos está empeñada en repetirse con el “sinodalismo”, nuevo atuendo de un conciliarismo tan controlado como el primero.
Aislado ahora el papa Luna como el único recalcitrante, pensaron que sería fácil doblegarle. Aunque habían decidido su destino, no podían imaginarse lo difícil que sería desembarazarse de su egregia figura. Benedicto XIII no se vendía, y lo peor de todo: no les tenía miedo. Y lo demostró.
Juan XXIII y Juan XXIII, Concilio de Constanza y Concilio Vaticano II. Conciliarismo y sinodalismo. Grandes coincidencias y analogías, a cuyo análisis dedicaré alguna reflexión más adelante, abriendo paso a las inquietudes que despierta el nuevo camino sinodal de la Iglesia. ¿Tenemos quizá también hoy un emperador Segismundo moviendo los hilos de la Iglesia? ¿Es posible ya identificarlo?
Custodio Ballester Bielsa, Pbro. www.sacerdotesporlavida.info
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