Finalmente, el Gobierno sociopodemita de la No-España se ha salido con la suya y el pasado día 19 de octubre tomó carta de oficialidad (en el BOE creado en tiempos de Franco, por cierto) la Ley de Memoria Democrática», la cuál de «memoria» tiene poco (salvo el relato de carácter sectario que corresponde a un sólo bando, el victimizado, frente al otro, estigmatizado) y de «democrática» nada (en tanto atenta contra la libertad de pensamiento, expresión y aún de cátedra al imponer una única visión de nuestro siglo XX).
Entre lo más impresentable de esta norma harto arbitraria y liberticida, está la desacralización (y quién sabe si la destrucción) de la Basílica de la Santa Cruz del Valle de los Caídos (previa expulsión de la comunidad benedictina que allí mora), la profanación (revestida de cobertura legal) de los restos del fundador de Falange Española (asesinado por «los buenos» durante la Guerra Civil) y otros (caso de los generales Queipo de Llano y Moscardó), la otorgación del marchamo de «demócratas» a grupos armados que en el pasado abrazaron abiertamente el terrorismo (desde los maquis a los etarras, estos últimos hasta 1983), la anulación de todas las sentencias de entonces (también las que condenaron a contumaces asesinos de la retaguardia frentepopulista, los Agapito García Atadell, Felipe Sandoval, Ángel Pedrero y compañía, poseedores del carnet del PCE, PSOE, UGT, Esquerra Republicana, etc.) o la creación de una especie de «comisariado político de la memoria» que (cual Ministerio de la Verdad orwelliano) perseguirá a quienes cuestionen el «relato oficial».
Así, la izquierda y los separatistas (que a lo que se ve, siguen sin digerir la derrota de sus antecesores de 1936-1939) se erigen ahora en «juez y parte» (tal que árbitros del VAR en diferido de aquellos lances que entonces les perjudicaron, como si tal cosa fuera a cambiar el resultado final de lo ocurrido hace más de 80 años) no sólo de la Guerra Civil y el posterior régimen de Franco, sino también de los primeros años de la llamada Transición (ésta auspiciada en buena medida por prebostes provinientes del hoy «ilegal» franquismo, empezando por el Rey Juan Carlos I).
Ni que decir tiene que dicha ley hace la vista gorda a la violencia política vivida aquí desde mayo de 1931 hasta julio de 1936, omitiendo escandalosamente hechos tan graves como la insurrección de Asturias de octubre de 1934 o el crimen cometido sobre el jefe de la oposición en las Cortes de la Segunda República José Calvo Sotelo a manos de agentes de La Motorizada adscritos al PSOE.
Si ya resulta, desde luego, de una gravedad infinita legislar acerca del pasado (algo que debería ser materia para los historiadores), peor aún lo es hacerlo de manera cínica y maniquea por mor de espurios fines partidistas amén de para dar gusto a los muchos chiringuitos que viven de reventar cementerios y profanar tumbas con alevosía y nocturnidad.
Que Dios se lo demande a la caterva de politicastros, memoriadores y clerigalla que, en su revanchaismo, oportunismo y cobardía, están abriendo heridas ya cicatrizadas y polarizando -aún más- la sociedad de un país como España empeñado en autodespedazarse en odios cainitas cada cierto tiempo.
Ricardo Herreras
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