Según los hábitos de la piedad católica, el viernes está consagrado a la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo. El hecho es muy explicable porque murió un viernes. El domingo fue dedicado a la resurrección de Nuestro Señor también explicablemente ya que resucitó un domingo. Entre viernes y domingo hay un día que es el sábado. Y ese día trae consigo una connotación que es más triste que feliz, porque el sábado fue el día consagrado al Señor en la antigua sinagoga. Era un día de Dios, era el día en que la creación se había completado. Pero el sábado dejó de ser un día sagrado desde el momento en que se extinguió la sinagoga, es decir, perdió su alianza con Dios.
La devoción a Nuestra Señora recibió un gran impulso a principios del siglo X con la reforma monástica, liderada por Cluny, que construyó la civilización medieval. Fue entonces cuando se generalizó el hábito de consagrar el sábado especialmente a Ella. El Abad San Hugo, por ejemplo, determinó que cuando no había una celebración inamovible el sábado, en todos los Monasterios se cantase en ese día el Oficio y la Misa Beata Maria Virgine, especialmente compuesta en su alabanza.
Los Evangelios nos dicen que después de la muerte de Jesucristo, los Apóstoles, los discípulos y las santas mujeres no creyeron en la Resurrección a pesar de que Él la había enunciado varias veces, pero no lo habían entendido. Por lo tanto, desde la hora en que Cristo murió en la Cruz el Viernes Santo hasta el domingo de la Resurrección, solo su Madre creyó en la divinidad del Señor. Es decir, solo Ella tenía una fe perfecta, completísima, sin sombra de duda, ya que como dice San Pablo: “Sin la Resurrección, nuestra fe sería vana”. El sábado, por tanto, solo la Señora en toda la Tierra personificó a la Iglesia Católica, y por eso, en este día los medievales le alababan especialmente. La explicación no podía ser más bonita.
Todas las promesas hechas en el Evangelio, todas las promesas hechas en el Antiguo Testamento de que el Mesías gobernaría sobre toda la Tierra, y que Él sería el Rey de la Gloria y el centro de la Historia, no se habrían cumplido si en cierto momento la fe se hubiese apagado. Pero todo esto vivió en Nuestra Señora. Fue el Arca de la esperanza de los siglos venideros. Tenía en Ella como en una semilla toda la grandeza que la Iglesia desarrollaría a lo largo de los siglos, todas las virtudes que sembraría, todas las promesas del Antiguo Testamento y todas las realizaciones del Nuevo Testamento, todo esto vivió dentro del alma de la Señora de todos los Pueblos.
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