El pueblo elegido también estaba en su fin. Dos tendencias siempre habían sobresalido en él. Una quería permanecer fiel a la ley, a la promesa, a su vocación histórica, confiando enteramente en Dios. Otra, empero, de poca fe, de poca esperanza, se amedrentaba considerando la nula valía militar y política de los judíos en el mundo antiguo.
Diferentes de todos los pueblos por su raza, su lengua, su religión, exiguos como población y territorio, estaban los israelitas a punto de ser sumergidos ya antes de Cristo. La mejor estrategia que los partidarios de la política de mano tendida tenían en la antigua ley no consistía en resistir, sino en ceder. De ahí una adaptación del pueblo elegido al mundo gentílico, la penetración subrepticia de doctrinas exóticas en la sinagoga, la formación de un sacerdocio sin fibra, sin espíritu de sacrificio, dispuesto a todo para vegetar indolentemente a la sombra del templo, y la propensión de una inmensa mayoría de judíos a seguir esta política.
Los líderes de esta tendencia ocupaban todo, invadían todo, dominaban todo. Con la epopeya de los Macabeos, había terminado la influencia de los partidarios de la integridad israelita. Éstos eran en el tiempo de Cristo apenas unos raros hombres selectos, que aquí y allá suspiraban y lloraban en la sombra, a la espera del día del Señor. Los otros abrieron los brazos al enemigo dominador. El pueblo elegido había caído también bajo el yugo romano. Era un fin. La noche, la noche moral del obscurecimiento de todas las verdades, de todas las virtudes, había caído sobre el mundo entero, gentilidad y sinagoga…
En toda la extensión del Imperio, aristocracias nacionales en el último estado de descomposición moral se mezclaban con aventureros enriquecidos en los negocios, en la política o en la guerra, con libertos llevados a la cumbre de la influencia por el favoritismo, con actores y atletas famosos, en una vida de continuos placeres, en que los decadentes traían toda la languidez de su melancolía, los aventureros todas las disoluciones de sus apetitos aún mal cebados, los favoritos, los actores y los atletas todo el ambiente de adulación, de insolencia, de intriga, de falsedad, de politiquería gracias al cual se mantenían.
Augusto, en cuyo reinado nació Jesucristo, intentó en vano detener el paso a todos esos abusos, que en su tiempo iban tendiendo a afirmarse de modo alarmante. Nada consiguió de duradero.
En contraposición con esta élite, si es que así se le puede llamar, estaba un mundo incontable de esclavos de todas las naciones, de trabajadores manuales miserables, corrompidos bajo el peso de sus propios vicios y de los ejemplos venidos de lo alto. Hambrientos, maltratados, codiciosos, ociosos, querían deponer a sus amos, menos por la indignación que les causaban sus excesos que por el pesar de no poder llevar la misma vida que ellos. Todo un cuadro, en fin, que no difiere sensiblemente de los días tenebrosos en que vivimos…
Pues bien, en aquella época de omnímoda decadencia Dios creó a María Santísima que era la más completa, intransigente, categórica, incontestable y radical antítesis del tiempo.
Este artículo se publicó originalmente en https://plineando.blogspot.com/
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