Cuando se habla coloquialmente sobre portugueses, el portugués típico es el comerciante exitoso. No el comerciante acomodado en una oficina, sino el comerciante tipo al pan, pan, y al vino, vino, con el que el público tiene contacto: el vendedor. Su perfil de hace algunas décadas, es fuerte, saludable, vendiendo salud, bigote levantado con las puntas dando una vueltita, cejas espesas, ojos tirando más a castaño oscuro o negros, pelo del mismo color, entronizado detrás de su mostrador, más o menos como un ente mitológico tras los acontecimientos que rigen el mundo. En la pared un letrero: ¡Se vende al contado! Cuando giraba la máquina registradora, produciendo el ruido característico y expulsando la caja, presidía esos sonidos y movimientos con la compenetración de un director de orquesta. Saca el cambio, se lo da al cliente, cierra el cajón y continua tranquilo. El dinero se va acumulando…
Basta leer alguna de las obras de Eca de Queiroz y observar cómo están bien definidos los mil matices de la vida portuguesa. En pocas palabras nos hace sentir como si hubiésemos vivido allí diez años.
Eso es propio del genio latino: con pocas palabras, pintar mil cosas, llenar de matices, arrancar una sonrisa, una satisfacción o una emoción, y seguir adelante, habiendo dejado todo bien puesto desde el punto de vista lógico, pues el latino es lógico, y en el fondo de su aparente desorden desea que las cosas estén en orden.
Ese es el modo suave y dulce de Portugal hacer las cosas. Amistoso, benévolo, sin ruido, es la forma como marca su presencia en el mundo latino. Los brasileños heredaron mucho de esa forma benévola.
Consideremos la Torre de Belén. De hecho, domina el estuario del rio Tajo, sin embargo, inspira más el sueño que provocar el retroceso de un posible atacante. Quien la ve no siente miedo, sino se encanta y queda desarmado. Es noble, delicada, alba y bella. ¿Quién osaría disparar un cañonazo contra esa maravilla? ¡Así está psicológicamente defendida contra cualquier cañón! Hay que ser comunista o anarquista para destruirla. Es un admirable símbolo arquitectónico de Portugal.
Es una torre, pero casi más un palacio con forma de torre. Cercada de un gran rellano donde se ven garitas en las esquinas para los vigías disparar contra enemigos que se aproximen. La idea de la guerra está muy presente en ella. Se yergue solitaria teniendo sobre sí nada más que la bóveda celeste, dando la impresión de considerar con una superioridad natural todo lo que está a sus pies.
Es un reflejo simbólico de la misión del Portugal de la época en que fue construida, que era una pequeña nación, pero no en relación a la Península Ibérica. Durante toda la Edad Media pesó como potencia dentro del panorama ibérico. Simboliza una nación destinada a descubrir, conquistar, poblar, asimilar a su espíritu y a su civilización pueblos de una vastitud inmensamente mayor que la suya. Basta pensar en Brasil, Angola y Mozambique, para comprender todo lo que eso representó de territorios traídos a la cristiandad, con los maravillosos planes de la Señora de todos los Pueblos sobre ellos para este siglo XXI. Un misterioso viento histórico posó sobre ella, desde lo alto de la cual los reyes y los granes hombres de Estado iban a ver partir las escuadras lusas. Simboliza un designio de Dios, una misión. Podría escribirse: estatua de un guerrero en oración, serio, fuerte e impasible.
Este artículo se publicó originalmente en https://plineando.blogspot.com/
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