En la foto tenemos un aspecto de la gloria militar. Inmerso completamente en la tragedia de la lucha armada, este joven soldado de la guerra de Corea parece no tener edad definida. De la juventud tiene la robustez, pero el brillo y la lozanía desaparecieron. Su piel, curtida por días interminables de sol, noches enteras de viento y tempestad, parece haber tomado una consistencia no muy diferente del cuero. En el traje, ni la más leve preocupación de elegancia, todo está dispuesto para arropar contra la rudeza del clima y permitir movimientos desembarazados y ágiles, en el lodo, en el bosque, en la pendiente de los cerros, bajo la acción implacable de los bombardeos.
La lucha, la resistencia y el avance son los objetivos a los que todo en este hombre está ordenado. Su fisonomía desde hace mucho no es iluminada por una sonrisa, su mirada parece inmovilizada en la vigilancia continua contra los hombres y los elementos.
No tiene preocupación por los grandes lances, ni de los gestos teatrales. Está vuelto para las mil trivialidades de la auténtica vida cotidiana de las guerras. No quiere él representar para sí o para los demás un gran papel. Quiere la victoria de una gran causa. Es lo que explica su seriedad, dignidad y fuerza de resistencia.
Está totalmente penetrado por un gran cansancio y un gran dolor, pero un cansancio menor que la inflexible resistencia de alma y cuerpo que lo supera y vence. Un dolor conscientemente consentido y aceptado hasta las últimas consecuencias por amor a la causa por la que está luchando.
Esta es la cara dolorosa y quizás trágica de la vida militar. En esto es que está el mérito, de ahí es que nace la gloria.
Consideraciones de orden natural, es cierto, pero que podemos utilizar para elevarnos a un campo más alto.
La vida de la Iglesia, hoy totalmente eclipsada por la antiiglesia, y la vida espiritual de cada fiel es una lucha incesante. Dios da a veces a su Esposa días de una grandeza espléndida, visible, palpable. Él da a las almas momentos de consuelo interior o exterior admirables. Pero la verdadera gloria de la Iglesia y del fiel resulta del sufrimiento y de la lucha. Lucha árida, sin belleza sensible, ni poesía definible. Lucha en que se avanza a veces en la noche del anonimato, en el lodo del desinterés o de la incomprensión, bajo las tempestades y el bombardeo desencadenado por las fuerzas conjugadas del demonio, del mundo y de la carne. Pero lucha que llena de admiración a los ángeles del Cielo y atrae las bendiciones de Dios.
Este artículo se publicó inicialmente en https://plineando.blogspot.com/
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