El liderazgo anglosajón de Estados Unidos, Reino Unido y su entorno ha configurado un modelo de sociedad que nace del rupturismo protestante del siglo XVII y que germinó la Modernidad tal como la conocemos.
Aunque la forma más sana de Modernidad se produciría mediante las discusiones de la Escuela de Salamanca del Siglo de Oro Español, amparadas en el derecho natural, y sus aportes válidos serían fructíferos en el pensamiento anglosajón, éste, mediante su hegemonía en el siglo XIX y a partir de entonces hasta ahora, germinaría el derecho positivo y repartiendo poco a poco carné de nuevos derechos, incluso amparando el puro asesinato (aborto, eutanasia).
La primera democracia fue la ateniense, aunque primigenias formas de protodemocracia funcionarían en los parlamentos de la Edad Media, genuinamente en León y Castilla como ejemplos paradigmáticos. Es cierto que paulatinamente el parlamentarismo, ya más moderno, triunfaría en Inglaterra y sería la base posterior de la democracia tal como la conocemos.
El éxito de la democracia parlamentaria británica se trasladaría firmemente al otro lado del Atlántico, siendo su defensor sin parangón en el siglo XX los Estados Unidos, sus antiguas grandes colonias, aun cínicamente. Un modelo democrático, bipartidista en esencia, que degradaría en partitocracia, y, como decía Aristóteles, degeneraría en demagogia. Y seguiría siendo un modelo para formar oligarquías.
El pensamiento anglosajón hegemónico a su vez instituyó el mito del liberalismo como mejor sistema económico, extrayendo éste ideas beneficiosas de la Escuela de Salamanca pero valiéndose de un difuso y poco antropológico concepto de libertad. Aun pese a sus grandes logros, el liberalismo, ya fallido en algunas de sus dogmas, fue corrompido por el intervencionismo bancario, por la gran banca en unión al estado totalitario de Hobbes.
Desde tiempos inmemoriales el poder ha buscado el dominio del mundo, y el Imperio Británico primero en el XIX y luego el Estadounidense en el XX, cuyos dogmas compartía con la antigua metrópoli y fueron exportados a Europa tras la Segunda Guerra Mundial, han intentado imponer sin ambajes el fundamentalismo democrático-liberal, inicialmente como respuesta al mundo comunista.
Pero ya muchas de las bases antropológicas del liberalismo, hijo en parte del protestantismo, acabarían con hacer enloquecer el propio nuevo mundo de democracia relativista. La libertad del liberal no conoce límites, envolvería de individualismo narcisita al ser humano de clase media occidental frente a la tradicional idea de mantener espíritu de comunidad, y de ahí, partiendo del derecho positivo, vendrín grandes males: el «derecho» al aborto y la eutanasia como eugenesia y frente al alarmismo de la nueva religión climática, la ideología de género o la promoción de la pedofilia, el feminismo radical, la discriminación positiva de mujeres y razas, el relativismo cultural, la negación de la amenaza de la inmigración masiva, la destrucción de la familia, el desprecio a la patria, la negación y el revisionismo de la propia historia, el entonar el mea culpa por ser occidental y tantas otras aberraciones que el modelo de base anglosajona, en ruptura cada vez más marcada con su tradición cristiana, fue modelando desde mediados del siglo XX hasta ser parte esencial de la nefasta Agenda 2030.
Si ya el mundo soviético cayó por su propio peso por ser nefasto en sí como Imperio, el globalismo que emana de USA y empapa la antigua Europa no es más que la muestra de la absoluta debilidad de un Occidente maltrecho frente a sus agresores y adversarios tiránicos, pero firmes en valores (aunque sea cínicamente) como Rusia, China, el mundo musulmán y un largo etcétera. Los valores que directamente defiende el globalismo son antivalores.
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