“Pronto tendremos sacerdotes reducidos al papel de trabajadores sociales y el mensaje de fe reducido a una visión política. Todo parecerá perdido, pero en el momento oportuno, precisamente en la fase más dramática de la crisis, la Iglesia renacerá. Será más pequeño, más pobre, casi en catacumba, pero también más santo. Porque ya no será la Iglesia de los que buscan agradar al mundo, sino la Iglesia de los fieles a Dios y su ley eterna. El renacimiento será obra de un pequeño remanente, aparentemente insignificante pero indomable, pasando por un proceso de purificación. Porque así es como obra Dios. Contra el mal, un pequeño rebaño resiste.”(P. Joseph Ratzinger)
“Cuando Dios haya desaparecido totalmente para los seres humanos”, aseguró Benedicto XVI hace cuarenta años, “experimentarán su absoluta y horrible pobreza. Y entonces descubrirán la pequeña comunidad de los creyentes como algo totalmente nuevo”. De esta forma se expresaba el joven teólogo Joseph Ratzinger en 1968, mucho antes de ser nombrado obispo y pensar siquiera que podría llegar a papa. En una conferencia radiofónica que llevaba por título ¿Bajo qué aspecto se presentará la Iglesia en el año 2000?, el entonces profesor de teología de la universidad de Tubina, afirmaba con contundencia que la Iglesia del futuro sería desplazada de las tormentas políticas pero que crecería en las profundidades de lo espiritual.
El texto, que fue editado en alemán en 1970, y en español en 1971, como parte de la recopilación Fe y Futuro, no había pasado desapercibido para los teólogos, pero tras la renuncia de Benedicto XVI cobró especial relevancia.
Para el entonces teólogo alemán, no cabía duda de que la crisis que vivió la Iglesia tras el Concilio Vaticano II, acabaría obligando a la institución a refugiarse en sus fundamentos aproximándose a sus orígenes: “La Iglesia se hará pequeña, tendrá que empezar todo desde el principio. Ya no podrá llenar muchos de los edificios construidos en una coyuntura más favorable. Perderá adeptos, y con ellos muchos de sus privilegios en la sociedad. Se presentará, de un modo mucho más intenso que hasta ahora, como la comunidad de la libre voluntad, a la que sólo se puede acceder a través de una decisión”.
Una Iglesia despreciada por el mundo, con menos seguidores, obligada incluso a abandonar buena parte de los lugares de culto que ha construido a lo largo de los siglos. Una Iglesia católica de minoría, poco influyente en las decisiones políticas, socialmente irrelevante, humillada y obligada a «volver a empezar desde los orígenes».
Pero también una Iglesia que, a través de esta enorme sacudida, se reencontrará a sí misma y renacerá «simplificada y más espiritual».
La profecía cerró un ciclo de lecciones radiofónicas que el entonces profesor de teología pronunció en 1969, en un momento decisivo de su vida y de la vida de la Iglesia. Eran los años turbulentos de la contestación estudiantil, de la conquista de la Luna, pero también de las disputas tras el Concilio Vaticano II. Ratzinger, uno de los protagonistas del Concilio, acababa de dejar la turbulenta universidad de Tubinga y se había refugiado en la de Ratisbona, un poco más serena.
Como teólogo, estaba aislado, después de haberse alejado de las interpretaciones del Concilio de sus amigos “progres” Küng, Schillebeeckx y Rahner sull’interpretazione del Concilio. En ese periodo se fueron consolidando nuevas amistades con los teólogos Hans Urs von Balthasar y Henri de Lubac, con quienes habría fundado la revista “Communio”.
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Ratzinger dijo que estaba convencido de que la Iglesia estaba viviendo una época parecida a la que vivió después de la Ilustración y de la Revolución francesa. «Nos encontramos en un enorme punto de cambio –explicaba– en la evolución del género humano. Un momento con respecto al cual el paso de la Edad Media a los tiempos modernos parece casi insignificante». El profesor Ratzinger comparaba la época actual con la del Papa Pío VI, raptado por las tropas de la República francesa y muerto en prisión en 1799. En esa época, la Iglesia se encontró frente a frente con una fuerza que pretendía cancelarla para siempre.
La Iglesia que surgió tras las revoluciones a finales del siglo XVIII, cuenta Ratzinger, se había hecho más pequeña y había perdido esplendor social, “pero al mismo tiempo se había hecho más fecunda por la nueva fuerza de su interioridad que, a través de los grandes movimientos de laicos y en las numerosas y nuevas fundaciones de órdenes, que tuvieron lugar desde mediados del siglo XIX, produjo nuevas fuerzas para la formación y la realidad social, hasta tal punto que no es posible imaginar nuestra historia más reciente sin ellas”.
«De la crisis actual –afirmaba– surgirá una Iglesia que habrá perdido mucho. Será más pequeña y tendrá que volver a empezar más o menos desde el inicio. Ya no será capaz de habitar los edificios que construyó en tiempos de prosperidad. Con la disminución de sus fieles, también perderá gran parte de los privilegios sociales». Volverá a empezar con pequeños grupos, con movimientos y gracias a una minoría que volverá a la fe como centro de la experiencia. «Será una Iglesia más espiritual, que no suscribirá un mandato político coqueteando ya con la Izquierda, ya con la Derecha. Será pobre y se convertirá en la Iglesia de los indigentes».
Entonces, los hombres descubrirán que viven en un mundo de «indescribible soledad», y cuando se den cuenta de que perdieron de vista a Dios, «advertirán el horror de su pobreza».
Solo entonces, concluía Ratzinger, verán «a ese pequeño rebaño de creyentes como algo completamente nuevo: lo descubrirán como una esperanza para sí mismos, la respuesta que siempre habían buscado en secreto».
Este texto se publicó originalmente en https://www.padrepatricio.com/
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