Es habitual dar una mirada retrospectiva al final de cada año, y sería inútil intentar escapar de ella, por más rutinaria que parezca. Nace del propio orden natural de las cosas, porque Dios creó el tiempo y lo quiso para los hombres divididos en años. Esta duración anual, unidad siempre igual a sí misma, es admirablemente proporcionada a la extensión de la existencia humana y al ritmo de los acontecimientos terrenos.
Quiso la Providencia que la inexorable cadencia de los años proporcionase a los hombres, en los días que sirven de puente entre el año viejo y el año nuevo, la ocasión para un examen atento de todo lo que en ellos y a su alrededor fue cambiando, para un análisis sereno y objetivo de esos cambios, para una crítica de los métodos y rumbos viejos, para la marcación de métodos y rumbos nuevos, para una reafirmación de los métodos y de los rumbos que no pueden ni deben cambiar.
Cada fin de año se parece, de alguna manera, a un juicio en que todo debe ser medido, contado y pesado, para el rechazo de lo que fue malo, la confirmación de lo que fue bueno y la entrada en una etapa nueva.
Ajustándonos a esta disposición de la Providencia, entreguémonos una vez más, bajo la mirada de la Señora de todos los Pueblos, a esta tarea de medir, pesar y pronosticar. Pronosticar, sí, pues habitualmente Dios no revela a nadie el futuro, y la mente humana no tiene el don de hacer por sí misma pronósticos infalibles. Quiso no obstante que el intelecto humano tuviese la suficiente lucidez para establecer conjeturas probables, que puedan servir de elemento precioso en la dirección de las actividades humanas.
A pesar de que ya hay cosas a nuestro alrededor que parecen confirmar la esperanza del castigo, mayor que el Diluvio en tiempos de Noé, anunciado repetidamente en las apariciones marianas, hay una razón de orden superior, trascendental, que nos lleva a esperarlo.
El mundo está inmerso en el pecado, hundiéndose cada vez más en él directamente rumbo al infierno. No es posible que este mundo merecedor de castigo, y de un castigo en la proporción apocalíptica de los pecados que comete, no sea castigado. Y no se trata del castigo en la otra vida, el castigo que recibiremos cuando hayamos muerto y seamos juzgados. Ya sabemos por la fe que quien muere en estado de pecado va al infierno y de eso nadie se escapa.
Pero no se trata de eso, no son sólo los hombres que pecan, son las naciones que también pecan y, según enseña San Agustín, cuando una nación peca, ese pecado no va ser juzgado el día del Juicio Final porque cuando el mundo acabe no habrá ya naciones. Por tanto, el castigo propio para las naciones es evidentemente en esta Tierra. Las calamidades del pueblo judío después el deicidio son un buen ejemplo de esto.
Dado que no hay conversión de los pueblos no hay más remedio de que un castigo destroce este mundo revolucionario que se está perdiendo por el mal al que se ha entregado. Es decir, sin el gran castigo la conversión del mundo y el Reino de María son una utopía, esta razón es de una tal naturaleza que pasa por encima de todas las objeciones que se puedan hacer.
Este artículo se publicó originalmente en https://plineando.blogspot.com/
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