Carlos X. Blanco | 03/01/2023
El libro de Boris Nad Después del virus: Renacimiento de un mundo multipolar es un texto útil, de lectura ágil y sencilla, un volumen rabiosamente actual, que relata los efectos y el contexto de la reciente pandemia, así como la serie presente de acontecimientos inquietantes, hechos político-militares que aún no han desplegado todos sus efectos y consecuencias históricas, incluyendo la actual guerra de Ucrania, buscada y deseada por la OTAN.
La guerra de Ucrania podría ser vista como un prolegómeno de la Tercera Guerra Mundial, o al menos como un episodio de esa Guerra Mundial fría que ya se ha desatado desde que la Rusia de Putin inició su proceso de insubordinación. Un proceso que comenzó tras el catastrófico hundimiento de la Unión Soviética y el caos y las humillaciones del periodo de Yeltsin.
Boris Nad escribe desde una perspectiva netamente eurasiática, coincidente en gran medida con la del tradicionalista ruso Aleksandr Duguin. Desde esta perspectiva, la hora de las humillaciones a Rusia ha llegado a su fin. Desde el acceso al poder de Vladimir Putin, y a pesar de los errores de éste líder, el país ha modernizado sus estructuras militares, superando a la OTAN y también ha saneado su economía, previamente sumida en el caos, la corrupción y el atraso, y, lo que es más importante, ha levantado la moral de su pueblo.
El pueblo de la Federación Rusa es mayoritariamente eslavo, muy sufrido y leal. No vive sumido en la molicie y prostitución generalizada en que viven los occidentales, especialmente los españoles. Entendemos por rusos sobre todo al gran grupo eslavo de tradición cristiano-ortodoxa aunque es preciso reconocer el papel de las otras nacionalidades y etnias, en gran parte asiáticas, que también forman parte de la Gran Rusia: comunidades de muchas etnias no europeas no cristianas y que forman parte integral de esa federación. Rusia y todos los países de su entorno mantienen las características propias de un imperio, entre ellas su cariz multinacional. Un imperio no es, simplemente, un Estado grande. No es, tampoco, una agrupación de Estados liderados por un núcleo fuerte y dominante. Un imperio tampoco se reduce a una forma monárquica que se expande sobre territorios muy amplios. Un verdadero imperio, como es en la actualidad la Rusia Eurasiática, supone, además de lo anterior, una voluntad civilizadora, repobladora, ordenadora que aspire a alzarse como poder soberano formando un Estado-civilización.
Como explica muy bien Boris Nad, un serbio, ha llegado la hora de los Estados-civilización frente a los Estados-nación. Los imperios verdaderos son Estados-civilización que incluyen en su interior múltiples razas, nacionalidades, confesiones, esto es, un complejo sistema de unidades comunitarias que han vivido vinculadas alrededor de un mismo dominio (imperium) no tanto conquistador, como arbitral y convergente. Los verdaderos imperios civilizadores hacen suyo el imperativo de «civilizar» todo un contorno bárbaro y desarticulado.
El acceso de múltiples pueblos a una fase superior, civilizada, incluye tomar conciencia de su existencia como realidad diferenciada frente a sus vecinos, proceso que ha venido dado por estos imperios. En el pasado de Europa, ésta ha sido la obra del Imperio Romano en algunas de sus extensiones (sólo algunas, porque este Imperio Romano fue depredador o absorbente en muchas de ellas), así como el Imperio Carolingio, el Sacro Imperio, el Imperio Austrohúngaro, la Monarquía Hispánica… Gracias a los imperios aglutinantes, cientos de nacionalidades o pueblos de la humanidad supieron de sí mismos como entidades hijastras, acunadas dentro la entidad madre, imperial, de cuya mano se elevaron a la existencia civilizada. Este tipo de imperio, que yo prefiero denominar aglutinante, mejor que «generador», es una macroentidad unitiva: ella federa, coordina, «acuna» y «educa» a entidades débiles, pequeñas o retrasadas, para hacerlas partícipe de un proyecto común, universal.
Este mismo es el caso del Imperio Chino para gran parte del Extremo Oriente, el Sudeste y el Centro de Asia. La civilización china ha sido para cientos de naciones asiáticas, de una parte, como la Grecia de los europeos, su núcleo clásico, pero, de la otra, ha sido la fuerza aglutinante en torno a la cual se formó un Imperio sólidamente anclado en tradiciones propias. Fue el caso de España para con los vascos o los indios de América: la oportunidad de hacer partícipes a las etnias y nacionalidades aisladas para entrar en la corriente universal.
Enfrente, a cara de perro, de esta concepción Imperial tradicional, cuya base es ancestral y sagrada, y que tiende a la agrupación de comunidades humanas en amplísimas áreas civilizatorias (Rusia, China, India, Islam, Persia, Turquía, Hispanidad), se alza la Anglosfera. La Anglosfera representa una verdadera deformidad en la idea imperial. Desde que los piratas ingleses comenzaron a atacar a los galeones de España, el mundo anglosajón se comportó ante el resto de la humanidad como el animal de rapiña. Su única regla era y es hacer saltar todas las reglas. Su verdadera tradición consiste en arrancar de raíz todas las demás tradiciones. La Anglosfera comenzó en sus primeros siglos como una verdadera «empresa privada» en cuyo accionariado figuraba como socio principal la Corona de Su Graciosa Majestad. El saqueo, la esclavización, el genocidio, fueron sus prácticas durante siglos, hasta que ya el Estado (Reino Unido, primero, y los Estados Unidos, después) oficializó la ocupación previamente privada de las colonias.
Llama mucho la atención que la Anglosfera, en sus dos grandes versiones, la británica y la yanqui, hayan iniciado sus depredaciones en ambos casos declarándole la guerra a España, que en el siglo XVI y hasta el XVIII era el único Imperio aglutinante con capacidad ultramarina para reorganizar o «civilizar» el mundo. Las enormes masas telúricocráticas de China, Rusia, Persia, Turquía, Sacro Imperio, etc. , carecían de flotas modernas y de cuadros técnicos, militares, burocráticos, etc., que pudieran dotarles de poder expansivo y obstaculizador a las depredaciones de los anglos. España sí poseía todos los atributos y medios para el arbitraje universal, y su misma existencia como potencia, grande o mediana, era y es incompatible para con los fines rapaces de británicos y yanquis.
La pandemia del coronavirus, así como los previos ataques de terrorismo financiero que hemos sufrido los llamados países pigs (países «cerdos», como se nos llama desde la alta finanza anglosajona y «europeísta»), nos pone de manifiesto qué es «occidente»: un engendro que remeda un imperio, enemigo esencial de nuestra hispánica tradición, un sistema demoníaco angloamericano ideado para el expolio del resto del mundo. Al poder estadounidense, como al británico, se le llama impropiamente imperio cuando simplemente se trata de imperialismo, una acción combinada de sometimiento neocolonial, económico-cultural, por un lado, y dominación político-militar, por el otro. Cuando un pueblo decide remontarse, no seguir hundido ni ser colonia de los angloamericanos, los «occidentales» ya le declaran una guerra híbrida: los activistas de sus ONGs se disponen a transformar y condenar sus tradiciones religiosas y étnicas más inveteradas. La lluvia de dólares corrompe a las élites políticas locales, la amenaza de golpe de Estado o revolución de color planea sobre su cielo y el enfrentamiento civil ya no conoce descanso. Nadie puede salirse del guión previsto por los amos del mundo. La España del tardofranquismo vivió ésta misma suerte. El presidente del gobierno de la nación, el almirante Carrero Blanco, voló por los aires en un atentado que atestiguará para la eternidad la connivencia entre los separatistas y los poderes de la anglosfera.
Creo que el libro de Boris Nad es muy útil para reflexionar sobre el nuevo liderazgo mundial que le está reservado a estos dos grandes imperios-civilización, el ruso y el chino, esto es, Eurasia. «Occidente» se está quedando solo, hundido en su propio retraso tecnológico y moral. Quienes vivimos atrapados en esta trampa de la Anglosfera sólo podemos ser rebeldes haciéndonos tradicionalistas, revivificando nuestras propias raíces, favoreciendo los rebrotes identitarios. Como Rusia y China rebrotaron, lo harán otros macropueblos que también contaron con tradiciones imperiales: turcos, persas, árabes… La Hispanidad sigue rezagada, pudiendo ser otro polo, reapropiándose de su civilización, y el mundo africano aguarda a que un cambio de socios y un alejamiento del Occidente colonizador le permita una reindustrialización para pasar a otro nivel de lucha e insubordinación.
Vivo en un país donde las profesoras de inglés se disfrazan de brujas el día de Halloween, y los chicos que debieran dominar la lengua de Cervantes, se ponen sudaderas con la Union Jack, hablando un spanglish inadmisible en un pueblo que civilizó en buen castellano a la mitad del mundo. El punto de partida hispánico hoy es malo, malísimo. Ahora muchos sentimos vergüenza, amamos a una España que no nos gusta. Pero libros como el de Nad, un serbio que conoce de sobra lo que es la desmembración imperialista de su patria, Yugoslavia, nos sirve de acicate y advertencia. Enhorabuena a nuestros amigos de la editorial Hipérbola Janus. Su labor es impagable.
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