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El mundo no se acaba, y si se acaba no será por otra cosa que por la estupidez que se extiende sobre la humanidad como una mancha de aceite.

Fotografía con licencia Pixabay

Saben bien aquellos que tienen la bondad y la paciencia de leer este humilde blog que la modernidad —y con ella la postmodernidad— no es vista aquí con buenos ojos. Aun así, hay que reconocerle una cosa al mundo moderno, y es que nos ha traído una multitud de avances técnicos que, ciertamente, nos hacen la vida un poco más cómoda. Por contra, nos ha obsequiado también con una cantidad considerable de gilipollleces y, por ende, de gilipollas.

Una de las cosas que hacen aflorar a los tontos, que permite reconocerlos, es la ecología. Puntualicemos: la ecología mal entendida, esto es, en tanto que ideología, porque una cosa es cuidar la casa en la que uno vive y no ensuciarla indebidamente y otra muy diferente adorar esa misma casa. La Tierra es el medio que se nos ha dado a los hombres para vivir; así pues, debemos usarla en nuestro desarrollo individual y colectivo y no maltratarla sin necesidad. Además, hay parajes naturales ciertamente bellos, dignos de admiración que, en opinión de un servidor, deberían ser conservados y cuidados de tal manera que las futuras generaciones puedan también disfrutarlos. Ahora bien, entre esto y la adoración al planeta, la cantinela del cambio climático y la obsesión por lo sostenible hay un trecho.

El pasado mes de noviembre Josep Martí Blanch firmaba un artículo en El Confidencial en el que hablaba de la ecoansiedad. Tiene que ser coña, pensé. Pero no, no, que va. De hecho, desde entonces la palabreja se repite con cierta asiduidad en los medios —ya les digo que, sin la «colaboración» mediática, no habría ecoansiedad—, y he ahí la razón de que pasados dos meses se encuentre uno juntando letras sobre el tema. 

Bien, el autor del escrito la define como ‘enfermedad’ y como ‘patología’, afirmando que «es un error tomarse a broma esta enfermedad. A poco que uno piense en ella, no puede sino verla como un malestar natural e inevitable derivado de la honestidad del sujeto que la sufre». Martí Blanch, en fin, nos cuenta las reacciones que le produjo un reportaje de la televisión pública catalana, TV3%, así que mejor ir a la fuente y luego ya, si acaso, volveremos al artículo de marras.

El reportaje corre a cargo de Cori Calero, periodista especialista en crisis climática —no, no es broma—. En él, tres jóvenes universitarios expresan su miedo, o pánico, más bien, a que el mundo se acabe a causa del calentamiento global. Esto, según dicen, les causa un nivel tal de ansiedad que les provoca una gran dificultad para levantarse de la cama por la mañana, no entender el sentido de su existencia personal, estrés, no querer tener hijos, insomnio e incluso necesidad de tratamiento psicológico y psiquiátrico, según el caso de cada uno. Bien, ahora que he parado de reírme —que Dios me perdone— permítanme por un momento sacar el cuñado que llevo dentro sólo un momento: los protagonistas del reportaje son tres perroflautas majaras; bueno, dos y medio, dejémoslo ahí. De verdad que uno no duda de que sus problemas sean reales, pero esto es sencillamente una locura, no es ni medianamente racional. Quizá por eso se trate de un «nuevo trastorno», quién sabe. 

Bien, dejemos por un momento a nuestros sufridos jovenzuelos y volvamos al artículo de El Confidencial. El autor tuvo, inicialmente, la misma reacción que uno, o sea, cachondearse y reírse de semejantes especímenes. Pero debe ser de moral más fina o de mejores sentimientos —qué le vamos a hacer, uno tiene sus limitaciones— porque, finalmente, empatiza con los chavales. Pobres, parecen del Atlético de Madrid: ¡qué manera de sufrir! Claro que es comprensible, según nos dice Martí Blanch, dada la alarma creada continuamente desde los medios de comunicación: «si usted da pábulo a los titulares ambientales que vienen reproduciéndose a diario —del tipo “El reloj del apocalipsis ya está en marcha”— y la angustia o la rabia no toman el mando de su cerebro, el problema quizás es suyo, no de la chiquillada que sufre ecoangustia». Simplemente glorioso. Total, que el problema lo tenemos ¡los que no hemos perdido el juicio!

Una cosa es cierta: esto de la ecoansiedad es un problema. Que unos chavales universitarios —y con ellos millones de personas más—, a los que se les supone una cierta capacidad de raciocinio, sean incapaces de pensar por sí mismos y se traguen a pies juntillas la cantinela del apocalipsis climático demuestra la absoluta incapacidad para el pensamiento crítico, por una parte, y la asombrosa debilidad mental, por otra, de la juventud actual —o de una parte considerable de ella, al menos—. Es decir, aunque fuera verdad esto del fin del mundo —o cualquier otra cosa catastrófica, tanto da—, tampoco podrían evitarlo porque no tienen cojones ni para levantarse de la cama. Es posible que el clima esté cambiando. ¿Quién lo niega? Otra cosa es que ese cambio se esté produciendo por la acción del hombre —esto no está demostrado— y que el mundo se vaya a acabar. Lo que es cierto es esto: el clima cambia. Claro que sí, siempre lo ha hecho, pero a partir de ahí hay mucha mentira y especulación. A estas alturas, según artículos que uno lleva leyendo desde hace al menos veinte años, Barcelona y un montón de ciudades costeras más deberían estar inundadas a causa de la subida del nivel del mar. El jueves pasado les puedo asegurar que todo seguía como estaba. En los años 70 el mundo iba camino de una nueva glaciación, luego el rollo de la capa de ozono, ahora el calentamiento global. Joder, aclárense; si nos vamos al carajo al menos pónganse de acuerdo, señores «científicos», en la causa concreta.

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Miren, ahora que no nos oye ni nos ve nadie, les voy a contar un secreto: el mundo no se acaba. Y si se acaba no será por otra cosa que por la estupidez que se extiende sobre la humanidad como una mancha de aceite. La ecología, en tanto que ideología, proviene, como el resto de estupideces que nos meten con un embudo día tras día —ideología de género, feminismo, homosexualismo, etc.— de la pérdida de horizontes de la izquierda que, al quedarse sin sujeto revolucionario (la clase obrera), se saca de la manga lo que conocemos ahora como ‘políticas de identidad’. Todos estos elementos tienen en común, además, una cosa: son propios de urbanitas y de pijos con mala conciencia. En el campo no hay ecoansiosos, pueden darlo por seguro. 

El principal foco de irradiación de todas estas ideologías disolventes son las universidades de Estados Unidos, cómo no. Y de ahí al resto del mundo. Así es como la ecología, originalmente izquierdista y anticapitalista, pasa a ser justo lo contrario, un producto de masas y otro timo más del capitalismo. Mientras usted tiene ecoansiedad, recicla, se compra un coche eléctrico, abraza un árbol y lo compra todo sostenible, cuatro malnacidos se llenan los bolsillos con su dinero. La ecología que vemos hoy en día no es preocupación real por la naturaleza sino pienso del Sistema para sus obedientes ovejitas. Saque la basura, convenientemente separada, el día que toque. Hágale el trabajo a la empresa de reciclaje y siga pagando el impuesto municipal de gestión de residuos. Tenga en casa contenedores para todo y, si lo llena antes de tiempo, ajo y agua, acumule residuos. Vaya en bici. La pajita del batido de chocolate, de papel, ¡aunque viene envuelta en plástico! Póngale una etiqueta verde a un producto y automáticamente pasa a ser ecológico. No se tire pedos. No coma carne roja. No beba vino, que tiene sulfitos. ¿Sabe usted, ecoansioso, que la industria textil es una de las más contaminantes? Pues le toca ir en pelotas. 

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¿Y qué decir de las conferencias climáticas con las que tanto nos fustigan los medios de comunicación? Sólo sirven para que un montón de gandules, parásitos y vendedores de humo —esto último metafórica y literalmente— se llenen los bolsillos. Personajes que, para más incoherencia, van allá donde sean estas cosas en avión, por supuesto. Y además, por si fuera poco, no acuden ni chinos, ni rusos ni indios con representantes de algo nivel, con lo cual la cojera de las conferencias, sin los principales países contaminantes, es más que evidente. 

¿Saben ustedes que los diferentes países tienen derecho a emitir una cantidad determinada de emisiones contaminantes? ¿Y saben que los que no emiten lo que pueden tienen la posibilidad de vender los derechos del resto de lo que podrían escupir a la atmósfera? Hipocresía pura y dura, y ya está. 

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El problema no es la ecoansiedad, ni el cambio climático. El problema es la pérdida del más elemental sentido común. Hemos llegado al extremo —en EE.UU., no podía ser de otro modo, y pronto en el resto de Occidente— de autorizar el compostaje de los cuerpos de los difuntos. Así puede uno morir ecológicamente, sin dejar huella de carbono. Absolutamente demencial. Hemos perdido el norte. Tiene un servidor el convencimiento —indemostrable, claro— de que jamás el mundo estuvo poblado por tal cantidad de imbéciles como los que lo habitan ahora. Ecoimbéciles, eso sí.

Y a riesgo de ser redundante, pues ya lo hemos dicho otras veces, parece que visto lo visto es necesario insistir: las causas profundas de este despropósito es la apostasía general de Occidente. Se ha sustituido a Dios por una serie de diosecillos y esta adoración al planeta no es más que una nueva forma de paganismo. Respeto a la naturaleza, sí, por supuesto. Buen uso del planeta y de sus elementos, claro que sí. Subordinación del hombre a la naturaleza… pues no, de ninguna manera.

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