Comienza un nuevo año y a pesar de que presentimos tendremos no pocos retos ante la incertidumbre que presenta un futuro, que en la mayoría de nuestros países, es todo menos halagüeño, dejamos paso al optimismo así como a los buenos propósitos que año con año nos hacemos; persiguiendo, siempre el mismo objetivo, la felicidad. Ese fin último al cual todos los hombres aspiramos aunque equivocadamente la busquemos en; la riqueza o al menos en la seguridad económica, los placeres, el éxito, el reconocimiento social y todas esas cosas que de tan superficiales nos dejan insatisfechos, siempre deseando más cuando no de algo diferente.
Y es que de tanto escucharlo, nos hemos creído que somos los dueños de nuestro propio destino, que el límite lo marcamos nosotros mismos y que no hay nada que, si nos lo proponemos seriamente no podamos conseguir, merecemos y podemos tenerlo todo.
En nuestra ingenuidad, no carente de arrogancia, seguimos creyendo que el hombre puede construirse y mejorarse a sí mismo, ya sea con el sólo esfuerzo o con la ayuda de “gurús”, terapias, libros de autoayuda, amuletos y supersticiones varias. Abocados todos nuestros esfuerzos a conseguir nuestro pequeño y particular Edén en esta vida, nos olvidamos del sentido trascendente que tiene ésta.
Sin embargo, después de los acontecimientos de los últimos años, deberíamos estar conscientes de la fragilidad de nuestros planes futuros. No importa con cuanto ahínco trabajemos y cuanto esfuerzo dediquemos en nuestra loca carrera por conseguir todo aquello, que dura poco y se pierde fácil. Basta la amenaza de cualquier enfermedad para que nuestros gobiernos, en nombre de nuestra seguridad, limiten nuestra autonomía. Basta nombrar un cambio climático falsamente devastador para imponer, sutilmente, un cambio radical en nuestro estilo de vida. Basta apelar a la tolerancia, a la inclusión y a la no discriminación para mermar y hasta arrebatar, con la ley en la mano, no sólo nuestra libertad sino hasta la legitima autoridad que tenemos los padres sobre nuestros hijos. Y es que nuestros tiránicos gobiernos, con el apoyo de enormes fortunas, de los poderosos y de la gran mayoría de las instituciones internacionales, así como de los medios de comunicación, han ido construyendo unas cadenas tan sutiles que, a pesar de ser cada vez más gruesas y limitantes, seguimos empeñados en ignorar.
Por ello, escondemos tras diversiones, distracciones y una cierta comodidad, ese tedio producido por una vida a la que hemos vaciado de su sentido sobrenatural. Además, tranquilizamos nuestra conciencia con el relativismo, callamos nuestra razón con un sentimentalismo exacerbado y hasta a nuestro corazón lo hemos traicionado; adulterando, no pocas veces, los que debían ser los más puros y permanentes afectos, diciéndonos que el amor; ni exige, ni duele cuando el verdadero amor exige sacrificio y renuncia constante al procurar el bien de la persona amada. Confundiendo el amor con un sentimentalismo plagado de egoísmo, toleramos con fría indiferencia toda clase de faltas y defectos en nosotros y aún en nuestros hijos, sobre quienes tenemos una gran responsabilidad. De ahí tantos hijos mal formados y tantos matrimonios rotos.
No es casual que las generaciones que hemos nacido y crecido entre algodones y un bienestar nunca visto seamos las generaciones con menos temple, menos fortaleza, menos tolerantes (aunque creamos lo contrario) más sensibleras, vulnerables y curiosamente, más descontentadizas y hasta más frustradas y deprimidas. La razón es simple, hemos destronado a Cristo de nuestras instituciones, de nuestra sociedad y hasta de nuestras casas y corazones. En su lugar, hemos colocado bienes puramente superficiales, perecederos y fugaces. El mundo que rechazo al Rey de Reyes nacido en un establo sigue rechazando y desdeñando las enseñanzas de Jesucristo, manso y humilde de corazón. El hombre de hoy no quiere servir sino ser servido.
Sin embargo, al rechazar el servicio a Dios el hombre no ha encontrado su libertad, que sólo encuentra en la Verdad, tampoco ha encontrado la felicidad de la cual cada vez se aleja más. Por el contrario, el hombre sin Dios acaba por aceptar voluntariamente ser un esclavo de las ideologías imperantes y de conceptos filantrópicos tan absurdos y peligrosos que demandan limitar y hasta eliminar seres humanos a fin, de lograr un objetivo tan abstracto como “salvar el planeta”. Y mientras buscamos saciar nuestros más profundos anhelos con bienes y placeres efímeros y afectos, cuando no desordenados si imperfectos, nuestro corazón sigue suspirando por el bien perfecto, suficiente y permanente; por ese “gozo de la verdad” como lo llamara San Agustín, por la suma Verdad y el Bien Supremo, que es Dios.
Nuestro futuro no sólo se antoja incierto sino oscuro, con las tinieblas producidas por la “legalización y normalización” de tantos pecados que claman al cielo. Sin embargo, son precisamente esas temibles tinieblas que acechan a nuestra sociedad, la que nos han permitido a muchos, reconocer los errores que, poco a poco pero sin pausa, fueron ensombreciendo nuestra civilización. Ante esto, cada vez somos más quienes anhelamos esa gran luz que hemos perdido, esa vida en Cristo, Quien es el camino, la verdad y la vida.
Aprovechemos este año que comienza para edificar nuestra casa en roca procurando los bienes espirituales, esos que ninguna tiranía es capaz de robar. Sustituyamos ese fariseísmo ateo que impera en nuestra sociedad que se pavonea, henchida de orgullo, ante sus exiguos logros; por la humildad del publicano quien golpeándose el pecho y sin atreverse a levantar los ojos al cielo, suplica: “Dios mío, apiádate de mí, que soy un pecador”. Recordemos, que sólo Cristo salva y que sólo con Su gracia podemos ser transformados y renovados.
Que este año que comienza, miremos más al cielo y perseverando en el amor a Dios pongamos toda nuestra confianza en Aquel que nunca se muda. Que revestidos de la coraza de la fe y de la caridad y del yelmo de la esperanza en la salvación, busquemos primero el reino de Dios. Que la luz, la paz y el amor de Cristo, reine hoy y siempre en nuestros hogares para que un día, no muy lejano, vuelva a reinar en nuestra sociedad.
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