(Gaudium Press) Publica el escritor Philippe Maxence en Le Figaro un interesante análisis titulado “Las tres decisiones históricas de Benedicto XVI”, no sin antes hacer la resalva de que “llevará tiempo para poder apreciar adecuadamente el alcance de la obra de Benedicto”, a quien pinta de sus épocas de prefecto como un hombre con “una especie de timidez”, pero un “cardenal sonriente”.
Afirma que entre Juan Pablo II y Ratzinger la colaboración era más que estrecha: “Los roles parecían divididos. El Papa [polaco] se encargaba casi directamente del escenario, las multitudes, los viajes, la evangelización de los pueblos y naciones. Hechos que, aunque alabados por el mundo, seguían siendo polémicos para algunos creyentes, como los encuentros interreligiosos de Asís o el beso del Corán. El cardenal, por su parte, se encargaba del trabajo de oficina, las explicaciones de la doctrina católica, la creación de un catecismo universal y de ajustar bien las encíclicas papales para evitar las interpretaciones heterodoxas”, labor que era una “fina costura artesanal”.
Llegado al solio de Pedro, Ratzinger quiso “depurar las responsabilidades derivadas del Concilio Vaticano II. El día 22 de diciembre de 2005, pronunció un histórico discurso en el que contrastó dos interpretaciones del Concilio. La que entiende el Vaticano II como ruptura con el pasado, y la que lo inserta en la continuidad de una siempre necesaria renovación. La segunda, por supuesto, era su preferencia y constituía su política. Representaba un intento de rescatar al Concilio; no de cuestionarlo, y ni siquiera tratar de evaluar sus conquistas. Sin embargo, fue como una deflagración”.
La continuidad con la tradición para corregir abusos litúrgicos
“En otro gesto histórico, Benedicto XVI decidió poner fin a la disputa litúrgica derivada del cambio del rito de la Misa en 1969. Joseph Ratzinger ya venía trabajando en esta dirección desde hacía décadas. Con su motu proprio Summorum Pontificum, recordó que la misa antigua nunca había sido prohibida y que cualquier sacerdote podía celebrarla. Se creía que se trataba simplemente de un deseo de reconciliación con la Fraternidad San Pío X. Si no este deseo faltaba –como se demostró en 2009 al levantar las excomuniones de los obispos consagrados por Mons. Lefebvre – no era el primero. En la mente de Benedicto XVI, el conocimiento de la antigua liturgia debería permitir corregir las deficiencias de la nueva y restaurar el arte de celebrar de los sacerdotes en la gran tradición de la Iglesia latina. ¿Una apuesta? Sí, pero una apuesta exitosa, porque las nuevas generaciones de sacerdotes retomaron con alegría la misa antigua y revisaron su forma de celebrar la nueva”.
También habla del éxito de Ratzinger al recoger a muchos ex anglicanos, “herederos de un rico patrimonio litúrgico y artístico”, en el seno de la Iglesia.
En estos puntos Maxence contrapone la obra de Ratzinger y del actual Pontífice: “Al lanzar a la Iglesia por el camino sinodal, el Papa Francisco ha puesto fin definitivamente a cualquier interpretación de continuidad referente al Vaticano II. Su motu proprio Traditionis custodes intentó anular el Summorum Pontificum, prohibiendo la celebración de la misa tradicional en nombre del mismo Concilio. Por mucho que los obispos anglicanos se sigan convirtiendo al catolicismo, los ordinariatos creados para acogerlos ya no son un camino privilegiado y una clara respuesta a la desviación del ecumenismo”.
“Está claro que la obra teológica de Benedicto XVI es de gran calidad y refinamiento. Seguramente, algún día la Historia aclarará las condiciones reales de su renuncia. Sobre todo, es posible que su pontificado pase por el tamiz del Evangelio, que dice que la semilla que cae en tierra debe morir para dar fruto. Así, entre los jóvenes sacerdotes alimentados con la leche de Summorum Pontificum se encuentra, sin duda, el Papa del mañana. ¿Benedicto XVII?”, concluye el editor de L’Homme Nouveau.
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