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Los deberes de la Caridad (el orden en la Caridad)

Extractos del libro «En Defensa de la Acción Católica» de Plinio Corrêa de Oliveira

El simple análisis del dogma de la Comunión de los Santos nos ofrece un argumento precioso para demostrar que, por encima de todo, se debe desear la santificación y perseverancia de los que son buenos; en segundo lugar, la santificación de los católicos apartados de la práctica de la religión; finalmente, y en último lugar, la conversión de los que no son católicos. Hay una solidaridad sobrenatural en el destino de las almas, de manera que los méritos de unas revierten en gracias para otras, y recíprocamente, el alma que deja de merecer empobrece todo el tesoro de la Iglesia.

A este respecto oigamos la admirable lección de un maestro. El R. P. Maurice de la Taille S.J., en su conocido tratado sobre el Santísimo Sacrificio y Sacramento de la Eucaristía, observa que «la devoción habitual de la Iglesia jamás desaparece, ya que Ella jamás perderá el Espíritu de Santidad que recibió; puede no obstante esta devoción, en la variedad de los tiempos, ser mayor o menor».

Y aplicando este principio al Sacrosanto Sacrificio de la Misa, agrega: «Cuanto mayor fuere ella, más aceptable será su oblación. Es, pues, de enorme importancia que hubiera en la Iglesia muchas, pero muchas personas santas. Gente devota, hombres y mujeres, que deben sentirse urgidos por todos los medios a una mayor santidad, para que a través de ellos el valor de nuestras misas pueda aumentar y la incesante voz de la Sangre de Cristo, gritando desde la tierra, pueda llegar con más claridad e insistencia a los oídos de Dios. Su Sangre grita en los altares de la Iglesia, pero, como grita a través de nosotros, se deduce que conforme halle más ternura en el corazón, y más pureza en los labios, su grito va a ser escuchado con más claridad en el Trono de Dios».

En vista de esto, no es difícil verificar que en el plan de la Providencia, la santificación de las almas buenas ocupa un papel central en la conversión de los infieles y pecadores. Eclesiásticos o laicos, tales almas son de cierta forma «la sal de la tierra y la luz del mundo». Y en este sentido se debe afirmar que las Órdenes contemplativas son de gran utilidad para toda la Iglesia de Dios. Ahora bien, lo mismo se debe decir de las almas santas, que viven vida de apostolado en el siglo. ¡Ay! de las colectividades cristianas donde se apaga la luz de la oración de las almas justas y decae el valor expiatorio de los sacrificios. Narra Don Chautard [monje trapense, autor del célebre libro El Alma de todo Apostolado], que el mero establecimiento de conventos contemplativos y de clausura, en zonas misioneras, obra maravillas. Es que, en último análisis, en la gran lucha en que está empeñada, la victoria de la Iglesia depende de la santidad. Una sola alma verdaderamente sobrenatural que, con los méritos de su vida interior haga fecundo su propio apostolado, conquista para Dios mucho mayor número de almas que una legión de apóstoles de vida de oración mediocre.

La importancia de la santificación individual

Esta verdad es de aceptación corriente en lo que respecta al clero. Por más importante que sea el problema de las vocaciones sacerdotales, éste jamás se igualará a la obra de la santificación del clero. En ningún país del mundo hay cuestión más importante. El mismo principio se impone, implícitamente, en materia de apostolado laico. Si es más importante que haya un grupo de apóstoles sacerdotales verdaderamente santos, que un clero numeroso, del mismo modo será lógicamente más importante que haya un grupo de apóstoles laicos verdaderamente interiores, que una multitud inútil de miembros de la Acción Católica. Si para el clero el problema máximo es la santificación cada vez mayor de sus miembros, para la Acción Católica, que es su humilde colaboradora, no puede haber mayor deseo que la santificación de sus miembros y de todas las almas piadosas en la Iglesia de Dios.

Hay un flagrante naturalismo en imaginar que la Iglesia se beneficiaría con el aumento de la actividad apostólica de sus miembros, en detrimento de su vida de oración. La Iglesia debe sus mejores glorias mucho más a la oración de las almas verdaderamente unidas a Dios, que a las actividades externas, aunque éstas sean siempre útiles y dignas de alabanza.

Si desde el punto de vista de la Comunión de los Santos, ésta es la conclusión a la que debemos llegar, por otro lado, lo que la teología nos dice de la esencia del apostolado, nos conduce a una conclusión idéntica. Como ya tuvimos ocasión de decir, el apóstol es mero instrumento de Dios, y la obra de santificación de las almas o de su conversión, es esencialmente sobrenatural y divina (cf. Summa Teologica, Ia., IIa.; q. 109, aa. 6,7). «Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae» (Jn. 6, 44), dice Nuestro Señor. Ahora bien, Dios no se sirve sino raramente, para tan augusta tarea, de instrumentos indignos, y la pregunta de la Escritura ab immundo, quid mundabitur? — «¿Puede sacarse algo puro de lo impuro?» (Eclo. 34, 4) no expresa apenas la incapacidad natural y psicológica del apóstol indigno en producir obras fecundas, sino aun la repugnancia que siente Dios en servirse de tales elementos, para por medio de ellos obrar los misterios augustísimos de la regeneración de las almas.

Puede leer:  Marcelino Menéndez Pelayo y la unidad de España

Combatir el pecado venial y las imperfecciones

Sin embargo, no se piense que sólo el pecado mortal es nocivo a la fecundidad de la obra del apóstol. También los pecados veniales y hasta las simples imperfecciones, que disminuyen la unión de las almas con Dios, menguan los torrentes de gracias que de ellas deberían ser canales. Cuánta y cuánta obra digna de alabanza se arrastra por ahí, enredándose en mil dificultades; luchan en todos los terrenos sus generosos directores sin conseguir ningún resultado, y con esto quedan apartadas centenas o millares de almas, que en los designios de la Providencia se deberían salvar por medio de esta obra. Y, mientras contra todas las dificultades se quiebran los más heroicos esfuerzos, no perciben sus directores que la fuente de los fracasos es otra. Iste quia et ventus et mare oboediunt ei«¿Quién es éste, que hasta el viento y el mar le obedecen?» (Mc. 4, 41), dice de Jesús la Escritura, y por cierto, bajo su imperio podrían desmoronarse todos los obstáculos. Pero los intermediarios de la gracia divina, aunque celosos, tienen esta o aquella infidelidad que los aparta de Dios. Y Jesús espera, con la renuncia a algún sentimentalismo demasiado vivaz o a algún amor propio demasiado puntiagudo, la desobstrucción de los canales de la gracia. Lo que parecía una cuestión de dinero o de influencia social es, no pocas veces, una cuestión de generosidad interior; en una palabra, una cuestión de santificación.

En el libro de Josué, capítulo VII, se encuentra una narración altamente significativa a este respecto. Acán tomó para sí, entre los despojos de la ciudad de Jericó, algunos objetos de valor, no obstante esta acción fuese ilícita, porque los objetos estaban comprendidos por el anatema con que Dios había fulminado a la ciudad. Este simple hecho bastó —un hombre entre todo un inmenso ejército traía entre otros objetos de equipaje, algunos que eran malditos— para que las fuerzas hebreas fuesen inexplicablemente y estruendosamente derrotadas en el ataque a la pequeña ciudad de Ai. Dios reveló entonces a Josué que las armas hebreas sólo reanudarían su curso victorioso cuando Acán con todo lo que poseía fuese exterminado. Sobre sus restos mortales se irguió un monumento de maldición y sólo así se apartó de Israel el furor del Señor: imagen elocuente del mal que a toda una organización puede causar un solo apóstol laico, que conserve en su alma cualquier apego culpable a sus pecados o imperfecciones.

Dicho esto, se percibe cómo es erróneo pretender que trabajar por la santificación de los buenos es pérdida de tiempo, «llover sobre mojado». Muy intencionalmente sólo estamos aduciendo, en beneficio de nuestra tesis, argumentos que demuestran, con claridad meridiana, que esta santificación es la más preciosa condición para que se obtenga la conversión, tan ardientemente anhelada, de los infieles. ¡Qué no podríamos decir aún, sin embargo, sobre la importancia del apostolado de perseverancia de los buenos!

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