El santo bautismo recibido por el fiel hace de él un hijo de Dios, un miembro del Cuerpo Místico de Cristo, un templo vivo del Espíritu Santo. Las gracias con que Dios lo colma, en seguida, en su edad de inocencia, la convivencia eucarística con Nuestro Señor, todo concurre para que un católico tenga un título inestimable de predilección divina. Así es que, de un modo general, Dios ama inmensamente más a las almas que constituyen su Iglesia, que a los pueblos heréticos e infieles. Por ello, el justo que «declina de los mandamientos de Dios», le causa un dolor inmensamente mayor que la perseverancia de un infiel en su infidelidad. El pecador sigue siendo hijo de Dios, pero hijo pródigo, cuya ausencia llena la casa paterna de un luto inefable. Arbusto partido pero no arrancado, lámpara parpadeante que aún humea, es él el objeto predilecto de la solicitud de Dios. Por eso mismo, el Redentor que «no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva» (cf. Ez. 18, 23) multiplica sus instancias a fin de reconducirlo al redil. Hijo de Dios, y por eso mismo un ingrato predilecto, el católico pecador es un hermano nuestro, al cual nos atan deberes de amor y asistencia incomparablemente mayores de que a los no católicos. Éste es un punto absolutamente indiscutible de la teología. Por esta razón, estamos obligados a consagrar nuestro tiempo, de preferencia, más que a la conversión del infiel, a la conversión del católico pecador. Con toda propiedad aquí se aplica la terrible expresión de la Escritura, salida de los dulcísimos labios del Salvador: «no se debe dar a los perros el pan destinado a los hijos» (Mc. 7, 27).
San Pablo recomienda expresamente: «mientras tengamos oportunidad, hagamos el bien a todos, pero especialmente a nuestros hermanos en la fe» (Gal. 6, 10). Y, escribiendo a Timoteo (I, 6, 1-2) enseña que si los siervos tienen amos católicos, los sirvan mejor que a los no católicos, «porque son fieles y amados [de Dios] los que reciben el beneficio [de la Redención]». Nuestro Señor proclamó el mismo principio cuando dijo: «Porque el que hace la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre» (Mc. 3, 35).
El «apostolado de conquista»
De todo cuanto acabamos de exponer, resulta con toda claridad que no se puede separar el interés de las almas piadosas de aquel que se debe tener por las de los infieles y pecadores. Por ahí se comprende cómo es infundado interpretar en un sentido exageradamente literal la expresión «apostolado de conquista», muy frecuentemente empleado para designar, con un entusiasmo unilateral y exclusivo, las obras de conversión de los infieles, mientras este título es despreciablemente negado a las obras de preservación y santificación de los buenos.
Sin duda, toda conversión de infieles trae para la Iglesia una dilatación de fronteras, y como toda dilatación de fronteras es una conquista, se puede razonablemente llamar a tales obras «iniciativas de conquista». En ese sentido la expresión es lícita. Pero, hay un error, y un error no pequeño, en consagrar a tales obras, por lo demás dignas de todo entusiasmo, una especie de exclusivismo vehemente, que perturba la lucidez de los conceptos y la jerarquía de los valores, lanzando en un injustificable menoscabo a las otras obras. Hablando de la propaganda totalitaria, dijo Jacques Maritain que ella poseía el arte de «hacer delirar las verdades». La conversión de los infieles es por cierto una obra cautivante, y todo cuanto de ella se pueda decir en materia de encomios aún es poco. No hagamos, sin embargo, delirar a esta noble verdad.
Lamentablemente, este delirio existe, y de él proviene la pasión por las masas y el menoscabo de las élites, la monomanía de los reclutamientos tumultuosos, la desatención implícita o explícita de las obras de preservación, etc., etc. Y es aún a este orden de ideas que se adopta un estado de espíritu curioso.
En ciertos círculos, hay un entusiasmo tan respetuoso por los convertidos que, según la expresión de un observador muy penetrante, los que siempre fueron católicos «tienen una cierta vergüenza de jamás haber apostatado, a fin de poder convertirse». Evidentemente, todo júbilo por el regreso del hijo pródigo a la casa paterna es poco, y son dignos de censura los celos que a este respecto manifestó el hijo siempre fiel. No obstante, la circunstancia de que alguien haya perseverado siempre, es en sí mismo un título de honra mayor de que la apostasía seguida de una enmienda sincera. Claro está que puede haber un alma penitente, que se eleve mucho más que otra que permaneció siempre fiel. Sería sin embargo temerario discutir, concretamente, si se debe mayor admiración a la inocencia de San Juan o a la penitencia de San Pedro, a la penitencia de Santa María Magdalena o a la inocencia de Santa Teresita del Niño Jesús. Dejemos estas cuestiones ociosas y sirvamos todos a Dios con humildad, evitando la exageración de transformar la apostasía en un título de vanagloria.
La preocupación o, antes, la obsesión del apostolado de conquista genera otro error que consiste en ocultar o subestimar invariablemente lo que hay de mal en las herejías, a fin de dar al hereje la idea de que la distancia que lo separa de la Iglesia es pequeña. Sin embargo, con esto, ¡se olvida que se oculta a los fieles la malicia de la herejía, y se aplanan las barreras que los separan de la apostasía! Es lo que sucederá con el uso en amplia escala o exclusivo de este método.
Se ha divulgado la opinión de que el apostolado de la Acción Católica, a consecuencia de su mágico mandato, ejerce sobre las almas un efecto santificante, de modo que la simple actividad apostólica le basta enteramente al miembro de la Acción Católica, y dispensa la vida interior.
Ya se prolonga demasiado este capítulo, y no queremos entrar en esta compleja materia en mayores digresiones. Por eso, nos limitaremos a decir que la Santa Iglesia exige de los clérigos y hasta de los obispos, que mantengan una vida interior tanto más intensa, cuanto más absorbentes fuesen sus obras. Por donde se ve que el apostolado de la Jerarquía no exime de la vida interior. San Bernardo en su tratado De consideratione no duda en llamar «obras malditas» a las actividades del bienaventurado Papa Eugenio III, si es que ellas consumiesen el tiempo exigido para el incremento de la vida interior de aquel Pontífice. ¡Y se trata de las excelsas y por así decir divinas ocupaciones del Papado! ¿Qué decir entonces de las modestas ocupaciones de un simple «participante» de la Jerarquía? ¿Serán sus actividades más santificantes que las de la propia Jerarquía? ¡Cómo suponer en la esencia y en la estructura de la Acción Católica virtudes santificantes que dispensan de la vida interior!
En fin, estamos ahí en presencia de un recrudecimiento del americanismo ya condenado por León XIII; y en el documento sobre este asunto, se puede encontrar fácilmente una cabal refutación de esta doctrina.
Una objeción
A todo esto se podría ciertamente objetar que «hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte, de que por noventa y nueve justos que perseveran» (Lc. 15, 7). Pocos textos de los Santos Evangelios han sufrido más infundadas interpretaciones. La mujer de la parábola, que perdió una dracma, ciertamente tuvo más alegría en encontrarla que en conservar las dracmas que no había perdido. ¡Esto no quiere decir que ella se consolaría de la pérdida de las noventa y nueve dracmas por encontrar una! ¡Si así fuese, sería una loca! Lo que Nuestro Señor quiso decir fue, simplemente, que la alegría por la recuperación de los bienes que perdimos, es mayor que nuestro placer por la posesión tranquila de los bienes que conservamos. Así, un hombre que perdió la vista a consecuencia de un accidente y después la recupera, debe razonablemente entregarse a una gran expansión de alegría. Sería sin embargo irracional que, en determinado momento, un hombre que nunca estuvo amenazado de ceguera se entregase a indescriptibles transportes de júbilo porque no está ciego.
Reflexionen ciertos lectores antes sobre lo siguiente: si hay más júbilo en el corazón del Buen Pastor por un pecador que se convierte, de que por noventa y nueve justos que perseveran, la consecuencia lógica es que hay más tristeza en el Corazón de Jesús por un justo que apostata, de que por noventa y nueve pecadores que perseveran en el pecado.
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