La figura de Vicente Ferrer, el santo predicador dominico, influyó de tal manera en el pueblo cristiano, inmerso en la confusión de un terrible Cisma que llevó a mal traer hasta a tres papas, que provocó un multitudinario movimiento penitencial e innumerables conversiones. Sus predicaciones, a lo largo y ancho de la cristiandad europea, le convirtieron, al decir de sus contemporáneos, en el ángel del Apocalipsis o el predicador del final de los tiempos.
Vicente Ferrer nació en Valencia en 1350. De familia acomodada y profundamente piadosa, con 17 años entró en religión en el convento dominico de Valencia. Doctor en teología, enseñó durante años en las universidades de Barcelona, Lérida y Valencia. Prior en el convento dominico valenciano, la elección fraudulenta de Urbano VI en 1378, lo convirtió en un decidido partidario de Clemente VII, el papa de Aviñón. Al ser elegido D. Pedro de Luna como su sucesor, San Vicente acudió a la sede aviñonesa y se convirtió en Penitenciario Apostólico, Maestro del Sacro Colegio, Capellán doméstico y Confesor del mismo Benedicto XIII. Su profunda humildad y la conciencia de su particular misión le llevaron a rechazar dos obispados y el capelo de cardenal, que le fueron ofrecidos como expresión de la máxima confianza que le profesaba el pontífice aragonés.
Durante el larguísimo asedio del palacio pontificio de Aviñón, instigado por el rey de Francia que exigía la abdicación de Benedicto XIII, San Vicente Ferrer enfermó gravemente y estuvo a las puertas de la muerte. Entonces, el 3 de octubre de 1398, tuvo una visión en la que se le aparecía Jesucristo acompañado de San Francisco y Santo Domingo de Guzmán, quienes le encargaban la misión de evangelizar el mundo para la conversión y enmienda de los hombres, antes de la llegada del Anticristo. Fue el mismo Vicente Ferrer el que contó su experiencia al papa Luna en una carta enviada en 1413. Este le autorizó para iniciar una predicación que, durante 20 años, le llevó incansablemente a predicar por todas partes: Recorrerá España, Alemania, Francia, Bélgica, Holanda, Italia e Inglaterra, predicando en plazas, caminos y campos. Inmensas multitudes le escuchaban conmovidas. Su poderosa voz llegaba hasta lo más profundo del alma, afirmaban sus contemporáneos. En pleno sermón se oían gritos de pecadores pidiendo perdón a Dios, y a cada rato caían personas desmayadas de tanta emoción. Gentes que siempre se habían odiado, hacían las paces y se abrazaban. Pecadores endurecidos en sus vicios pedían confesores. Por ello, el santo tenía que llevar consigo una gran cantidad de sacerdotes para que confesaran a los penitentes arrepentidos.
San Vicente fustigaba sin miedo las malas costumbres e invitaba incesantemente a recibir los santos sacramentos de la confesión y de la comunión. Hablaba de la sublimidad de la Santa Misa, reiterando la grave obligación de cumplir el mandamiento de santificar las fiestas. El dominico también veía en el cisma que desgarraba la Iglesia una señal evidente del final definitivo que se avecinada. Por ello, insistía en la gravedad del pecado, en la proximidad de la muerte, en la severidad del Juicio de Dios, y en el cielo y en el infierno que nos espera: Timete Deum et date illi honorem (Temed a Dios y dadle gloria) -decía-, porque ha llegado la hora de su juicio. Y lo hacía con tanta emoción que, frecuentemente, tenía que suspender por varios minutos su sermón porque el griterío del pueblo pidiendo perdón a Dios era inmenso. ¡O tempora, o mores!
Al objeto de vencer la “indiferencia” del rey Pedro IV de Aragón ante la división eclesial e impulsarle a reconocer a Clemente VII como auténtico pontífice, San Vicente Ferrer compuso ya en 1380 el tratado De moderno ecclesiae shismate. Mientras otros autores argumentan sobre el cisma desde las normas del Derecho Canónico y componen ensayos jurídicos, el santo reflexionará desde la teología y escribirá una obra eclesiológica siendo Santo Tomás de Aquino quien guiará su elaboración. Sin embargo, donde éste defiende la monarquía papal, San Vicente proclama la oligarquía de los cardenales con el papa. Santo Tomás afirmará que la autoridad unipersonal del papa aglutina y da razón de ser al pueblo cristiano. En cambio, san Vicente insiste en que esa autoridad es la corporativa del papa con los cardenales.
A lo largo de los siglos, el tema que con más dificultades ha abordado la eclesiología es este: ¿Cuál es la naturaleza del pueblo de Dios? En la primitiva Iglesia, la vida interna de fe y de gracia no repercutía en la sociedad civil. Los problemas empezaron cuando la sociedad se declaró cristiana. Cuando el emperador Teodosio en el 380 declaró el cristianismo religión oficial y exclusiva del imperio romano, y asimiló a sus jerarcas a funcionarios estatales, surgieron múltiples discrepancias entre las dos potestades -civil y eclesiástica- y los teólogos sintieron la tentación de decantarse de un lado o de otro.
Por un lado, enfatizar el poder espiritual y temporal del papa se convirtió en norma general desde el siglo XI al XIV, hasta que colapsó en el enfrentamiento de Bonifacio VIII con Felipe el Hermoso. Los leguleyos del rey de Francia se esforzaron en cuestionar la autoridad unipersonal del pontífice como inmediata receptora del poder desde Dios, llegando a definir a la Iglesia no desde el ministerio ordenado, sino desde el pueblo, convirtiéndolo en sujeto de la potestad con capacidad para delegarla en aquellos que debían ejercerla en su nombre. Una idea que ha llegado hasta nuestros tiempos…
Frente a esto, San Vicente consideró que la congregación de los fieles la constituye la Iglesia de Roma como cristiandad, institución salvífica y asamblea de los creyentes. Para él “cristiandad” es sinónimo de Iglesia universal, y propone la fe y la caridad como el vínculo interno de unión de los distintos miembros de las iglesias particulares con ella. Es la jerarquía eclesiástica la que constituye orgánicamente el cuerpo eclesial en su unidad externa y visible. Así pues, sin confundir lo sobrenatural de la Iglesia con lo natural de la sociedad civil, San Vicente considera que la estructura de la Iglesia abarca unitariamente los distintos estamentos eclesiales y civiles a partir de la misma fe en Dios, Creador del hombre y en Jesucristo redentor de su pecado.
Afirmará San Vicente que a través de la Iglesia llega al hombre, con garantía de verdad, la doctrina en la que ha de creer y la eficaz administración de los signos sacramentales por los que recibe la gracia santificante. Aunque la Iglesia, a causa de la debilidad humana, pueda verse envuelta por el error, no puede errar en sus afirmaciones de fe. Aunque es posible algún error circunstancial, la Iglesia no puede permanecer en él, ya que es infalible en su magisterio.
También Marsilio de Padua y Guillermo de Ockam propondrán por su parte la universalidad de la Iglesia como sujeto indefectible de la fe y, a la vez, acabarán negando su institución divina. En cambio, San Vicente afirmará que el objeto de la fe no puede manifestarse por la subjetividad del pueblo creyente, sino por la objetividad del magisterio formulado por la Iglesia de Roma: en su determinación no es posible el error. El dominico no considera a la Iglesia desde los miembros que la forman, como gustan hacer algunos de sus contemporáneos, sino desde Jesucristo que la ha instituido como instrumento suyo para salvar al hombre a través de la palabra y los sacramentos.
Sólo desde Cristo cabeza, y siguiendo a Santo Tomás, San Vicente concluye que los distintos miembros de la Iglesia se traban en unidad eclesial por la fe y la caridad. Por ello, la integración de las distintas iglesias locales en la unidad de la Iglesia universal -la congregación de los fieles- exige el ministerio de la capitalidad externa del papa. La interna es la del propio Jesucristo. Si el pueblo de Dios es uno, lo es desde una única cabeza, desde el papa, sucesor de Pedro. Así pues, el papa tiene la plenitud de la potestad sobre todos los miembros de la Iglesia, y la Iglesia de Roma es la cabeza de todas las iglesias locales. Sin embargo, San Vicente no la identificará unipersonalmente con el papa, sino con el corporativismo del papa y los cardenales. Por ello, sólo la palabra de los cardenales es el medio eclesialmente adecuado para reconocer al papa legítimo.
En su Tratado del cisma moderno, San Vicente Ferrer identificará a la verdadera y universal Iglesia de Cristo con el colegio apostólico. Para él no hay diferencia entre la Iglesia universal como congregación de fieles y la Iglesia romana. La universal congregación de los fieles no se constituye en Iglesia desde la base democrática del pueblo, como defiende Marsilio de Padua, sino desde la suprema potestad romana. Que el santo identifique a la Iglesia universal con la Iglesia de Roma no es extraño. Llama la atención, en cambio, que no la identifica con el papa, al estilo de los teócratas Gil de Roma o Enrique de Cremona, sino que la identifica corporativamente con el colegio de cardenales, al que llama colegio apostólico. Así pues, la naturaleza de la Iglesia de Roma no se concreta en la figura del papa, al estilo del absolutismo monárquico, sino que se traslada hacia el corporativismo oligárquico del papa con los cardenales, hasta el punto de afirmar que son cabeza de la cristiandad el Sumo Pontífice y la Iglesia romana, identificada con los cardenales.
El cardenalato no sería entonces una institución honorífica de derecho eclesiástico, sino un elemento fundamental por derecho divino de la estructura de la Iglesia, equiparable a la potestad que los apóstoles tuvieron en su convivencia con el Señor. Es decir, que sólo los cardenales tendrían esas notas que la eclesiología actual manifiesta como propias y fundamentales de los obispos. Para el Tratado de San Vicente, los obispos ocupan un lugar secundario frente a los cardenales, ya que la sucesión apostólica quedaría vinculada a los cardenales y no a los obispos, delegados suyos en cuanto a la cura de almas. Es el colegio cardenalicio el supremo órgano de gobierno eclesial, sobre todo cuando queda vacante la sede de Pedro. La Iglesia Romana, que define y determina la fe católica, está constituida por el papa y los cardenales, que participan corporativamente con él en el gobierno de ésta. El problema surge cuando, por defunción o elección nula -motivo del cisma-, la ausencia del pontífice deja a los cardenales como únicos representantes de la Iglesia Romana.
Vicente Ferrer formulará con argumentos para él irrebatibles que Clemente VII es el verdadero papa y, como tal, ha de ser aceptado por todos los católicos por la única razón de que los cardenales así lo han enseñado. Cristo ha fundamentado la Iglesia sobre las determinaciones de los cardenales y San Vicente afirmará que el colegio cardenalicio, por ser sucesor del colegio apostólico, al anunciar a la Iglesia quién es el papa, disfruta de la misma autoridad que tuvieron los apóstoles cuando predicaban a Jesucristo. Por ello, así como hay obligación de aceptar la predicación de los apóstoles sobre el Señor, la misma obligación tienen los cristianos de aceptar la palabra de los cardenales cuando anuncian quién es el papa verdadero. En consecuencia, se debe declarar nula la elección de Urbano VI y se ha de proclamar legítima la de Clemente VII porque así lo proponen quienes tienen autoridad para hacerlo. Únicamente la palabra de los cardenales proclama la legitimidad de Clemente VII y esta palabra hay que creerla -dice San Vicente- simpliciter et infallibiliter.
Nuestro Vicente es deudor en su pensamiento del Tractatus del cardenal Pierre Flandin, nombrado por Gregorio XI y su albacea testamentario, miembro elector del tumultuoso conclave que provocó el cisma, y decidido partidario de Clemente VII. Ya en el siglo IV existía una tendencia a favor del corporativismo oligárquico papa-cardenales, que entró en conflicto con el absolutismo unipersonal del papa. Según esa corriente, la sede romana es la que, al instituir al papa como su ministro, le confiere la potestad para un ministerio que requiere la necesaria participación de los cardenales en el gobierno de la Iglesia. En las mismas Decretales de Graciano -el primigenio Derecho canónico- se señala que la Iglesia de Roma nunca se identifica con la potestad unipersonal del pontífice, sino con la sede de Pedro, constituida corporativamente por el papa y los cardenales mientras vive éste. En el periodo de sede vacante, recae sobre éstos la suprema potestad eclesiástica –plenitudo potestatis-, siguiendo al cardenal Enrique de Susa (el Hostiense). Por tanto, el autentico sujeto de la potestad es el colegio cardenalicio; la elección del papa es en sí un acto de delegación; todo ministro elegido recibe la potestad desde el colegio elector; la potestad, cuando cesa en el cargo quien la ejerce, revierte de nuevo al colegio como a su natural poseedor.
Ya en el siglo XIV el cardenal Lemoine afirmaba sin rubor que el papa se relaciona con el colegio de cardenales como el obispo con el cabildo de la catedral. Teniendo en cuenta que en aquel entonces era competencia del cabildo elegir al obispo, los cardenales conferirían al papa el derecho de administración en la Iglesia. Así pues, la concepción oligárquica de la Iglesia se convirtió en una vía intermedia entre el absolutismo monárquico papal y el populismo de los conciliaristas. A pesar de su buena intención, la firme defensa de la autoridad del colegio acabó debilitando la del papa y abriendo paso a la idea de la superioridad absoluta del concilio. Cuando el corporativismo aristocrático de los cardenales se trastocó y pasó a referirse a la totalidad de la congregación de los fieles, el conciliarismo triunfó. San Vicente, por su parte, acuciado por el cisma, dio forma teológica, en su Tratado del cisma moderno, a una cuestión clásica ya entre los decretalistas, que se había ido desarrollando a lo largo de la Edad Media e informando un tanto la práctica de la curia romana.
Y el problema no es baladí… ¿Debería someterse el papa a alguien más que a su propia conciencia, como hizo Benedicto XVI al dimitir? ¿Ha de sujetarse el pontífice a las leyes de la Iglesia tal como las refleja el Derecho Canónico o su autoridad es omnímoda y absoluta? ¿Debe dar explicaciones de su conducta ante alguna instancia? ¿Los cardenales son un colegio con algún poder decisorio o fiscalizador? ¿Tiene el pontífice -tal como señaló inopinadamente el concilio Vaticano II- una potestad suprema, inmediata y universal sobre la Iglesia por encima de toda ley humana y hasta divina? ¿En eso consiste el poder de las llaves? Todavía queda mucho camino en una reflexión que, a pesar del tiempo transcurrido, sigue siendo de rabiosa actualidad.
Custodio Ballester Bielsa, Pbro. www.sacerodotesporlavida.info
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