La inmigración no es -en sí misma- necesariamente buena o mala. 

A lo largo de la Historia muchas personas se han visto obligadas a buscarse la vida fuera de su tierra natal o han optado por ello, siendo recibidos de manera dispar (unas veces mejor, otras peor) allí donde han ido dependiendo en gran medida de cuáles hayan sido los intereses de los países de acogida. 

La diferencia con el fenómeno de la inmigración ilegal masiva en la actualidad es que ocurre como consecuencia de un proceso de globalización económica que -en base a criterios de rentabilidad y/o competitividad- hace insostenible que un trabajador no cualificado gane 2000€ en Alemania y otro 100€ en China por desempeñar el mismo empleo. 

Tal desajuste se «soluciona» por un lado deslocalizando empresas (que se cierran en Europa y/o USA para abrirse en el Sudeste asiático) bien recurriendo a la inmigración masiva (que vengan aquí los sudamericanos, africanos, etc., y «tiren los sueldos», con la ventaja con respecto a tiempos pretéritos de que estos nuevos esclavos son ahora mantenidos por subsidios públicos que salen de los impuestos de los propios y cada día más precarizados trabajadores autóctonos, no como antes, cuando a los esclavos debían mantenerlos sus dueños). 

Que haya gente que, para cambiar este orden de cosas, vote a tipos como Trump no debería resultar extraño: lo que resulta extraño es que algunos aún se crean la patraña de la multiculturalidad, la cuál sólo sirve como coartada para legitimar el trabajo esclavo que precisa el Gran Capital en estas primeras décadas del siglo XXI.

Ricardo Herreras Santamarta 

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