Acabo de terminar la biografía de María Rosa Urraca Pastor, popularísima propagandista tradicionalista –“la “Pasionaria blanca”- durante las II República y hoy casi por completo olvidada. Espero que pronto pueda encontrarse en las librerías, y el libro pueda ayudar a redescubrir su figura.
Bucear en su intensa actividad política durante los años 30, me ha permitido constatar la total coincidencia del programa desplegado por el régimen republicano con el que hoy se está llevando a cabo por el gobierno sanchista y sus secuaces. Nihil novum sub sole, decían los clásicos.
La agenda revolucionaria para España ha variado poco y sus objetivos permanecen prácticamente inalterados: el laicismo radical de las leyes; la aversión a la identidad nacional; los estados vasco y catalán dentro de una república federal; la desmilitarización del espíritu de las Fuerzas Armadas; el acoso a la familia natural; la exclusión de la Iglesia de la vida pública y, en particular, de la educación; la fiscalidad expropiadora y confiscatoria; la anulación de la sociedad civil por parte del Estado; la imposición del pensamiento único…
En realidad, una agenda política “para la modernización de España” que arrancó en la Revolución Francesa -promovida por las logias- y que no ha variado desde entonces. Unos objetivos conocidos y previsibles, tan progresistas que son los dieciochescos de Voltaire y Danton, cuando se usaban casacas y pelucas.
La biografía de Urraca Pastor me ha permitido, por otra parte, también reconectar con figuras como José María Lamamié de Clairac, Jaime Chicharro, Marcelino Oreja Elósegui, Joaquín Beunza, Luía Arellano, Esteban Bilbao, Jesús Comín, Ricardo Gómez Rojí, Ginés Martínez Rubio, Manuel Senante … personalidades del tradicionalismo de la época y hombres clave en la lucha contra la República desde el Parlamento y la tribuna pública, que hoy son prácticamente desconocidos incluso entre los sectores más partidarios. Ellos se enfrentaron contra aquellas leyes inicuas, desvelaron las intenciones que escondían, denunciaron sus consecuencias devastadoras y ofrecieron, por contra, los principios sanadores que España necesitaba.
Repasando sus discursos parlamentarios y sus intervenciones en los mítines contra aquellas leyes infames, la impresión es que no han perdido una gota no ya de vigencia -lo que sería esperable, porque la verdad es eterna-, sino ni siquiera de actualidad, y eso es lo triste. Algunos de aquellos discursos y escritos, cambiando Azaña por Sánchez, o Largo Caballero por Iglesias, podrían pronunciarse o publicarse mañana y nadie advertiría el desfase cronológico.
La historia, se dijo siempre, es la maestra de los pueblos, y los que ignoran su pasado están condenados a repetir sus errores.
A veces tengo la sensación de que queremos inventar demasiado, y no hacemos más que redescubrir la rueda. Por lo menos en materia de pensamiento político.
Tendríamos que conocer a nuestros antecesores. Conocer a los que, antes que nosotros, se enfrentaron ya a los mismos problemas, y beber de su sabiduría. Es preciso reavivar su recuerdo y divulgar su obra.
El mejor rechazo a las sectarias leyes de Memoria Histórica no es pretender correr un tupido velo sobre el pasado y «mirar para adelante» -mientras otros reconstruyen el pasado a su gusto-, sino precisamente recuperar nuestra propia memoria y evitar que se desvanezca.
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