El historiador Marcel Brion cuenta algunos trazos de la felicidad de situación que tenían los vieneses. No constituían un pueblo político en el sentido de que no exigían que se les asociara a la discusión y a la solución de los problemas que interesaban a la vida del Imperio. En conjunto su posición ideológica era aproximadamente que Dios, en su providencia, nos da soberanos a quienes dota de todas las cualidades necesarias para gobernarnos bien. Sólo tenemos que imitar a los niños que deben respetar a sus padres, ya que los soberanos son nuestros padres, obedecerles y aceptar sus decisiones como las que más convienen al bien del país. Poco inclinado a reivindicar derechos absolutamente teóricos y abstractos, deseoso ante todo de bien vivir, en paz y cómodamente, el vienés no tenía, o tenía muy raramente el alma de un rebelde. La riqueza del país permitía a todos gozar de la abundancia. La vida era muy barata y el pequeño artesano ganaba lo suficiente como para hacer una comilona cuando deseaba. La presencia de la corte y de los grandes favorecía sobre todo a los comercios de lujo, sastres, bordadores, relojeros, joyeros y guarnicioneros. Viena fue siempre la capital del objeto raro, refinado, precioso tanto en materia como en trabajo y el lujo de los poderosos, muy lejos de despertar envidia o celos, aparecía como una legítima fuente de provecho para todos. Esta aristocracia que vive en palacios maravillosos, se pasea en lujosos carruajes, desde esa época constituyen la gloria de Viena. Estos van precedidos de lacayos con trajes húngaros, de recaderos que llevan mensajes en el puño de oro del largo bastón que utilizan para abrirse paso a través de la multitud y que están vestidos a la turca según la usanza de ese tiempo en que el orientalismo estaba de moda, con fajas, plumas y botas de punta curvada. Todo eso daba a la ciudad un aire de fiesta, pues, así como los palacios se erguían con frecuencia en medio de una confusa mezcla de casas burguesas y aún de pobres moradas, de igual modo a esa nobleza, tan orgullosa de su antigüedad y de su poder, no le repugnaba codearse con el pueblo bajo en las mil circunstancias de la vida en que se hallaban juntos. El pueblo tenía por sus soberanos un apego que no se manifestaba al verlos en explosiones de alegría, sino más bien en una especie de amistad deferente, como si fuese natural, cotidiano, que el monarca circulara familiarmente entre sus súbditos. El ininterrumpido cortejo de carruajes de todo género, los más humildes junto a los más espléndidos sin que sus ocupantes fuesen jamás rozados con una mirada de celos o de envidia. El odio de clases era desconocido en Viena. La felicidad de los vieneses a pesar de las calamidades públicas como la guerra y la peste, la inundación y los sufrimientos privados de los cuales los austríacos, como cualquier otro pueblo, no estuvieron exentos, estaba hecha de ese arte de vivir que se había desarrollado espontáneamente, orgánicamente, en circunstancias materiales favorables, pero también y sobre todo, en virtud de una disposición natural que es un rasgo importante de su carácter, sin el cual, probablemente, esas buenas gentes se habrían creído oprimidas por sus soberanos. El deslumbrante esplendor de que se adornó Viena tras los sufrimientos del asedio turco, la energía y el valor con los que se reconstruyó después de los desastres de la segunda guerra mundial demuestran con impresionante evidencia ese don que le ha hecho saber sonreír igualmente en la felicidad y en la desdicha.
Este artículo se publicó originalmente en https://plineando.blogspot.com/
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