Por Arzobispo Carlo Maria Viganò
VIRTUS EN PERFICITUR INFIRMITADA
El Señor vio cuán grande era la maldad de los hombres sobre la tierra y que todo deseo interior de sus corazones era siempre nada más que maldad. – Génesis 6:5
El domingo de Sexagésima nos acercamos al tiempo de penitencia y ayuno en preparación a la Pascua. Ya hace una semana que el Aleluya está en silencio en la liturgia, reemplazado en la Misa por el Tratado. Y en este domingo cuasi penitencial la Iglesia -con las Lecturas de Maitines- nos acompaña en la consideración del pecado que lleva a Dios a destruir con el Diluvio al género humano rebelde, salvando sólo a la familia de Noé.
La Sagrada Escritura habla de la maldad de los hombres: todo deseo interior de sus corazones fue siempre nada más que el mal. Cuesta creer que la humanidad haya podido cometer en el pasado el mal que vemos cometer hoy: en ninguna cultura antigua el abismo del mal fue tan profundo como en el que vemos hundirse el mundo contemporáneo. Masacres, violencias, guerras, perversiones, hurtos, robos, matanzas, profanaciones, sacrilegios cometidos no sólo por personas individuales sino impuestos por ley por los jefes de naciones, exaltados por los medios de comunicación, alentados por maestros y magistrados, tolerados y hasta aprobados por sacerdotes. Nos preguntamos si el hombre moderno no merece castigos aún peores que el diluvio, por la maldad que inspira cada uno de sus actos contra Dios, contra sus semejantes, contra la Creación; y al contemplar el aparente triunfo del mysterium iniquitatis, al ver cuán extendida y arraigada está la maldad en nuestro mundo corrupto y apóstata, nos preguntamos hasta cuándo podrá la Divina Majestad tolerar la abominación de los hombres. Casi nos resulta difícil creer en la promesa del Señor: Ya no maldeciré más la tierra por causa del hombre, porque todo intento del corazón humano es inclinado al mal desde la juventud; ni volveré a herir a todo ser viviente como lo he hecho (Gn 8,21).
Lo que nos deja desorientados no es tanto el silencio en que estamos abandonados a nosotros mismos y a nuestras tribulaciones, cuanto el hecho de que la impunidad de los crímenes y pecados presentes puede ser en sí misma un castigo aún más tremendo y severo que el que el El Padre Eterno podría enviarnos. La modernidad pagana, sumida en la barbarie, prepara con sus propias manos un flagelo mucho más desastroso que el antiguo Diluvio, una destrucción mucho mayor del género humano, en la que cree poder barrer de la faz de la tierra no a la malos, sino los buenos: los que permanecen fieles al Señor y a su santa ley. Y mientras se acumulan, oscuros y amenazantes, los nubarrones que los sumergirán, nuestros contemporáneos se burlan de quienes están preparando su propia Arca espiritual buscando salvarse a sí mismos y a sus seres queridos;
La Sagrada Escritura y los Padres nos enseñan que el Arca es un tipo de la Santa Iglesia, gracias a la cual los elegidos pueden salvarse del naufragio comunitario de la humanidad.
Hæc est arca -cantamos en el Prefacio de la Dedicación de una Iglesia- quæ nos a mundi ereptos diluvio, in portum salutis inducit . “Ésta es el arca que nos conduce, salvados del diluvio del mundo, al puerto de la salvación”. Pero, ¿dónde podemos encontrar el Arca de salvación? ¿Cómo distinguirla de sus falsificaciones, que están destinadas a hundirse bajo el peso de quienes se sientan en ellas? ¿De sus imitaciones, que sirve para salvar a los malvados, mientras el timonel impide que los buenos suban a bordo e incluso ahuyenta a sus propios hijos, identificándolos como inmigrantes ilegales indignos de ser rescatados de las aguas?
Este pensamiento angustioso no está fuera de lugar cuando consideramos quién está sentado hoy en el Trono de Pedro. El Arca de la Iglesia parece querer acoger a cualquiera, a excepción de aquellos que realmente tienen derecho a ser rescatados. De hecho, parece que es inútil, porque no habrá ninguna inundación de la que escapar. O peor aún: la gran inundación causada no por la ira de Dios sino por la marea de las iniquidades de los hombres se considera en realidad un momento de regeneración, una oportunidad para reducir la población mundial de acuerdo con los planes delirantes del Gran Reinicio. Como en el Titanic, tripulantes y pasajeros bailaban, ebrios y despreocupados, mientras el barco avanzaba a toda velocidad contra el iceberg que lo hundiría, arrogante monumento al orgullo de quienes se creen exentos de la justicia divina.
Pero si por un lado estas consideraciones humanas pueden desesperarnos y hacernos temer por nuestra propia supervivencia, por otro lado podemos reconocer la Verdadera Arca de Salvación, porque la vemos lista en el monte del Calvario donde fue construida, y en el calvario místico del altar donde ella nos espera cada día.
Poco importa que se nos señale otra arca -incluso por personas en las que depositamos nuestra confianza y que no deberían estar engañándonos- o que haya quienes la consideren inútil y por ello se burlen de nosotros o nos traten como si estuviéramos locos. Poco importa que haya quienes nieguen la inminente inundación, aun cuando él mismo es su impío arquitecto en su tonta presunción de poder siquiera controlar los fenómenos atmosféricos con su geoingeniería.
Sabemos que la Verdadera Arca, la Única Arca, es la Santa Iglesia. Y por las palabras de Nuestro Señor, el Divino Timonel que sostiene firmemente el timón, creemos que esta Arca pasará ilesa a través de la inundación, y al final finalmente encontrará tierra firme sobre la cual descansar. Por estas razones, estamos decididos a no dejarnos engañar, ilusionándonos de que podemos salvarnos fuera de este Arca o construyéndonos una.
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En la Epístola de la Misa de hoy, san Pablo enumera todas las pruebas que ha tenido que afrontar para sembrar la Palabra de Dios, siguiendo el ejemplo de la parábola del sembrador que nos ofrece el Evangelio. Y me dijo: te basta mi gracia, porque mi poder se siente mejor en la debilidad. (2 Co 12, 9). En el reconocimiento de nuestra debilidad, en la conciencia de nuestra debilidad y de nuestra nada, el poder de Dios se hace perceptible tanto más fuerte cuanto mayor es nuestra humildad y nuestra fe en Él. Sufficit tibi gratia mea : Mi gracia es suficiente para ti. Porque es por la Gracia que somos hechos dignos de encontrar refugio en el Arca; y es por Gracia que podemos permanecer allí durante el Diluvio; y es por la Gracia que llegaremos al Puerto del Cielo.
No perdamos, pues, la gracia de Dios. Subamos a la montaña mística en la que nos espera el Arca; un Arca en la que también encontramos alimento para nuestras almas: el Pan de los Ángeles.
Y que así sea.
12 febrero 2023 Dominica en Sexagésima
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