Evangelio según San Lucas XVIII, 31,43
I illo tempore
Desde que tenía uso de razón iba al mismo lugar del camino, a la entrada de Jericó, a pedir limosnas. Mi vida era una constante sombra, lo sé ahora porque veo, pero todo lo que conocía hasta entonces no era más que tinieblas y tanteos, tropiezos en la más negra cerrazón, negrura, escasez y desamparo. El mundo, allá afuera, era una referencia lejana y desconocida.
Hasta que llegaron las mentas de ese Nazareno —ahora lo sé— la oscuridad era total y absoluta, pero entonces se me abrió una pequeña luz de esperanza en el entendimiento y en esa región del profundo corazón que llaman alma y solamente es conocida por Dios.
La gente hablaba de él y pasaban de boca en boca las maravillas de sus milagros. Pero yo no creía en él solamente por eso sino porque sus palabras, según lo que contaban mis conocidos, eran la Verdad, no sé cómo explicarlo, no una verdad cualquiera: era tener razón contra los sacerdotes, los fariseos, los mercaderes del templo, pero también contra el duro corazón de los hombres, no sé si se entiende. Ahora lo sé, la Verdad no era uno de sus atributos sino su verdadero nombre, pero entonces, como digo estaba ciego y pedía limosna a la orilla del camino.
Supe que, con solo rozar sus vestiduras, quedaría salvo, y también quería ver, obviamente.
Después, cuando se produjo el milagro, me contaron qué había estado sucediendo cuando pregunté quién era el que pasaba en medio de un tropel de gente. De allá venía el Nazareno y justo les venía a diciendo a sus doce discípulos:
—Mirad que vamos a Jerusalén y se cumplirá todo lo que escribieron los profetas acerca del Hijo del hombre. Porque será entregado a los gentiles y escarnecido y azotado y escupido; y después de azotarlo le matarán y resucitará al tercer día.
Pero ellos nada entendían, pues este lenguaje les era desconocido y no comprendían lo que les decía.
En ese momento aparecí yo, casi a los gritos, pidiendo hablar con él. La gente me apartaba, pues creía que le pediría una limosna. Le suplicaba:
—¡Jesús, hijo de David, compadécete de mí!
No va a creer lo que pasó a continuación. Oyó mis gritos en medio del tumulto a su alrededor y pidió que me llevaran con él. Y cuando estuvo cerca me preguntó, diciendo:
—¿Qué quieres que te haga?
Yo sabía que era Hijo de Dios vivo, que él podía lo que no podían ni sabían los reyes y poderosos de la Tierra, estaba seguro de que lo imposible para todos era posible para él. Entonces le respondí:
—Señor, que vea.
Y él me dijo:
—Ve, tu fe te ha salvado.
Después el apóstol Lucas contaría que “al instante vio y le seguía glorificando a Dios”. Agregó “y al ver esto todo el pueblo alabó a Dios”.
Y es del todo cierto, porque así sucedió, palabra por palabra. Después sucedió lo que todos saben, su entrada triunfal en Jerusalén. Y al final el podrido hedor de la muchedumbre pidiendo su sangre a cambio de la vida de ese tal Barrabás. Y su muerte en el Gólgota, rodeado de dos ladrones, mi amigo Dimas, al que conocía desde la infancia, que creyó en él y ese día estuvo con el Padre, y el otro, que pedía a los gritos que muestre el poder de su padre, liberándolos de la cruz.
Luego de unos años viajé a Roma como tantos otros, a buscar no sé qué vanas ilusiones de pequeño aldeano, al centro del Imperio, me topé con un grupo de esos discípulos que se hacían llamar cristianos. A algunos les conté que yo era el ciego de Jericó que ahora veía gracias al Nazareno. Eran otros tiempos, una nueva oscuridad se cernía sobre ellos pues Roma no los quería. Recuerdo que una vez les dije que de esas sombras que los acechaban saldría una luz que alumbraría el mundo.
No sé si me creyeron.
©Juan Manuel Aragón
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