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Reseña de «Pasión y Gloria de la Vendée». Por Antonio Caponnetto

Por ANTONIO CAPONNETTO

         Estamos ante un libro deslumbrante; lo cual –si no nos fallan las etimologías- quiere decir que nos deja pasmados e impresionados por la luz que arroja u ofrece. Esa luz es la del martirio heroico; esto es, la del testimonio, ya no de palabra o de conducta sino de sangre. De sangre derramada por los hijos fieles de la francesa tierra vandeana, quienes “de pie reconocían a su rey ungido y de rodillas a su único Dios Verdadero. Ambos amores inseparables engendraron el alma” de esos singulares combatientes, “y fueron eternizados en su divisa con dos corazones entrelazados bajo la inscripción: utrique fidelis, fiel al uno y al otro” (p. 416).

         Los hechos con sus protagonistas, que van desfilando a lo largo de una veintena dinámica de capítulos, constituyen un repertorio edificante de causalidades ejemplares, un despliegue de paradigmas notables, un muestrario de sublimes dechados. Bendita guerra justa, que terminó con la “victoria de los vencidos”, al buen decir del padre Billaud (p. 144). Porque la vera historia es una aristocracia que se asoma a las almenas de los castillos y alcázares para flamear tributos de gloria en homenaje a los honorables derrotados. Amén de que nunca hay derrota, sobrenaturalmente hablando, cuando se lucha para que Cristo venza.

 Le es imposible a un espíritu sano permanecer indiferente frente a estos relatos enhebrados con pericia por la Hermana Sagesse –monja andariega y abadesa andante, la llamaría Braulio Anzoátegui-, que armonizan la erudición con la pasión, la solvencia investigativa con el júbilo contagioso ante lo sublime, la ciencia del académico y el pálpito cordial de quien posee la fe intrépida y valerosa, la prolífica bibliografía con el fervor apostólico, las ilustraciones artísticas y la prosa sin descuidos. Le es imposible al lector la apatía; y hasta cualquier asepsia o neutralidad queda vedada al leyente, como se decía en la vieja lengua castellana.

Por el contrario, al transcurrir de estas crónicas, página tras página, el leedor se siente transportado a un mundo arquetípico, conviviendo al fin con las hazañas y las gestas, familiarizándose con los sacrificios y las abnegaciones de los perseguidos, con el rayar de los sables y la galopada briosa de los jinetes diestros del Gran Ejército Católico y Monárquico. Un afán de emulación y de mímesis nos sacude de la vida muelle y nos convoca a quebrar la confortabilidad burguesa a la que hemos sido rebajados.

 A riesgo de que se nos incomprenda o se ironice luego, no dejaremos de asentar que el llanto nos sobrevino con frecuencia al fluir de las hojas; y que un cierto desborde emocional se apoderó de nuestro ánimo, convirtiéndolo a veces en un haz de anhelos épicos, líricos, cultuales e hímnicos. No es fácil que un libro suscite estos efectos. Y es nada más que uno de sus tantos méritos.

Acaso por los genes humorísticos que recibió en herencia, o por los influjos paradojales de Chesterton, la autora le ha dado a su obra un sesgo claramente binario, en un mundo enfermo que se enorgullece de abolir tamaña categoría. Pero no únicamente de un binarismo conceptual -los santos contrarrevolucionarios son los buenos y los terroristas revolucionarios los infames- sino de un binarismo de género, en el que tanto monta y monta tanto, las agallas de las damas legendarias como los actos de arrojo de los varones sin tacha. Tanto se nos presenta a Perrine Loiseau, que “maniobraba la espada como un terrible molino” (p. 156), como a Jacques Cathelineau, que pasó de conducir mesnadas de peregrinos hacia la capilla de Notre-Dame de la Charité, a conducir ejércitos corajudos cuanto piadosos (p. 164). En el universo de las normalidades ejemplares sólo hay espacios para los hombres y las mujeres, como Dios lo dispuso.

Entonces, y por ejemplo, tenemos un capítulo dedicado a Jeanne Marie Andrée Lourdais y otro a Charles Melchior Arthus, marqués de Bonchamps; uno a Marie Renée Marguerite de Scépeaux y otro al inmenso Henri de La Rochejaquelein, el Aquiles vandeano. Y luego el rincón para honrar a Renée Bordereau, ”la amazona en acción” (p. 233), y otro análogo para subrayar las proezas de Maurice Joseph D’Elbée. Sin olvidarse de Sophie Céleste Eléonore de Sapinaud, llena de encantos y de agallas, como del apuesto e indomable François Athanase Charette, recientemente recreado por el arte del film “Vaincre ou Mourir” y del primer actor Hugo Becker.

Pero nuestro capítulo predilecto –y hasta donde nos consta también de la Hermana Sagesse, pues le ha motivado la tapa de su libro- es el XV, dedicado a Louis Lescure y Victoire Donnissan, un matrimonio extraordinario, cuyos cónyuges se sostuvieron codo a codo, en inenarrables peripecias, dolores, privaciones y quebrantos, cumpliendo la promesa sacramental de estar juntos en la adversidad y en la dicha, hasta que la muerte los separara temporariamente. A todos quienes estén por contraer nupcias, a quienes lleven décadas de vida marital o, a los que la hayan iniciado un mediano tiempo atrás, recomendamos hacer de estas páginas una lectura meditada y varias veces rumiada en la intimidad del hogar. Si la Iglesia no estuviera tan ocupada comprendiendo y aceptando amablemente a los sodomitas y gomorritas de autopercepciones múltiples, hace rato que estos esposos insignes deberían haber sido elevados a los altares.

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Los capítulos postrimeros de esta gran obra –diríamos desde el XXI, p. 374 y ss- están dedicados a un fenómeno que nos place constatar y transmitir. Es la tarea ímproba que viene realizando un puñado de franceses patriotas, tradicionalistas y contrarrevolucionarios para vencer el doble estigma que pesa sobre la Guerra de la Vendée: el de haber sido, de parte de los verdugos revolucionarios, un genocidio sangriento y crudelísimo, no reconocido aún; y el de haber sido un memoricidio, proponiéndose borrar de la memoria colectiva tanto el legítimo alzamiento católico como su aplastamiento por las vías más horrorosas e inhumanas que pocas veces registra el pasado. Para la historia oficial, en el mejor de los casos, aquella guerra católica y monárquica fue la demencia de unos “bandidos” (sic) a la que era necesario, como terapia, barrer del espacio y del tiempo.

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Entre esos infatigables defensores de la verdad, y rehabilitadores y reivindicadores de aquella legión de mártires, la Hermana Sagesse menciona con toda justicia a Philippe de Villiers y Reynald Secher. No son los únicos (queda dicho en la obra), pero sin duda son los más relevantes. Es una obligación moral conocer las actividades infatigables de estos hombres y los frutos que han sabido dar y siguen dando. La perseverancia y la lucidez de sus actos es un incentivo impar para todos nosotros, muy especialmente para la juventud. Estos maestros precitados han sabido conjugar en sus tareas lo más hidalgo y señorial de la sabiduría occidental y cristiana con los más avanzados recursos de la tecnología. El parque temático Puy du Fou es acabada prueba de cuanto decimos.

Dos comentarios más, a modo de cierre.

Los que pertenecen a la generación de quien reseña este libro (no encontramos modo más indulgente de retratarlos que con el mote de septuagenarios avanzados) no podemos dejar de hacer justicia con aquellos maestros que, en la Argentina, cuando absolutamente nadie sabía absolutamente nada de la epopeya vandeana, nos hablaban con unción de sus batallas, de sus santos, sus héroes, sus poetas y sus paladines. Será justicia si mencionamos a Rubén Calderón Bouchet, Enrique Díaz Araujo, Alberto Falcionelli, el padre Jorge Grasett, el padre Alfredo Sáenz y hasta en algunas charlas informales, el austero Roberto Pincemin. Como será justicia recordar asimismo que, desde las páginas de Cabildo, sólo Ricardo Curutchet carecía de respetos humanos y de prudencias carnales, para publicitar las misas y los homenajes a los reyes franceses guillotinados por la abominable Revolución, mientras muchos de los propios lo consideraban un anacronismo rayano en el absurdo. Sabemos que nos estamos olvidando nombres. Ya dijimos que pasamos los 70. Sepan disculpar.

En buena hora la saga vendeana gane hoy los cines, los libros, las novelas, los parques temáticos, las peregrinaciones y hasta se constituya en una cierta y sana moda tradicionalista. Nos gozamos con la constatación. Pero cuando todo era conspiración de silencio, ocultamiento obligado e ignorancia completa, esta patria nuestra supo tener sus testigos solitarios de la gran guerra católica por los Derechos de Dios.

El segundo comentario es que nosotros, en la Argentina precisamente, supimos tener un héroe nacido en La Vendée, Don Santiago de Liniers, reconquistador de la Ciudad de la Santísima Trinidad ante los invasores ingleses de los años 1806-1807. No es casualidad que lo hayan asesinado con sadismo y rencor explícito, los autotitulados jacobinos vernáculos, émulos de Robespierre. Alguna vez le dedicamos estos versos, imaginándolo de rodillas ante la imagen de Nuestra Señora del Rosario, en vísperas de la batalla decisiva:

Señora del Rosario, yo nací en La Vendée

donde el pueblo y sus nobles despreciando el confort

partían a la guerra con Grignión de Montfort,

el marqués de Bonchamps o el Teniente D’Elbée.

La tierra de los muertos con el escapulario,

caídos en defensa de la fiel Tradición,

de bravos promesantes al Sacro Corazón

o guerreros cantando a los pies del Sagrario.

No fue el único corazón vendeano que conoció estas planicies argentas. Alguna vez habrá que estudiar, a la luz de tal óptica, los sucesivos levantamientos llanistas de Facundo Quiroga, al grito de “¡Religión o Muerte!”. No es casual que lo hayan llamado “bandido” y que terminara con un tiro mortal en su cabeza. Otrosí el desconocido Gregorio Tagle y su asonada del 19 de marzo de 1823. Tampoco fue casual que se eligiera la Festividad de San José para presentarle armas al gobierno robespierreano de Rivadavia, ni que las consignas fueran vivas a Jesucristo y a la Religión y mueras a los herejes. Los ahorcamientos y los destierros no se dejaron esperar tras la derrota de la fugacísima resistencia católica. La historiográfica oficial no tarda en asociar estos hombres y estos hechos con los brigantes de 1793. Somos nosotros los que no sabemos asociar y rendirles el homenaje condigno.

Volvamos a la Hermana Sagesse y a su “Pasión y Gloria de la Vendée”. Lean este libro, promuevan su lectura, mediten sus capítulos, llévenlos a las aulas, a los hogares, a las parroquias; contemplen los arquetipos, sacúdanse el pacifismo, revístanse de esa armadura paulina que nunca ha fallado, y repitan –como lo hace la autora- el lema impetrante y urgido del gran Alexander Soljenitsyne: “¡Necesitamos vendeanos! ¡Y que ellos sean recordados!”.

Antonio Caponnetto

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