La actitud del hombre moderno nada tiene que ver con la del hombre tradicional. El cambio experimentado radica, sobre todo, en una cuestión de confianza.
El hombre tradicional partía de una confianza inmediata en la realidad: las cosas son lo que son, y ese ser nos es perceptible por la inteligencia que, al reconocer la realidad, acepta el ser de las cosas.
La realidad es la ley de la vida. Las cosas están ahí, y nosotros no hemos hecho nada para que eso sea así. Las cosas son y nos preceden. Por tanto, para vivir, tenemos que aceptar, obedecer y seguir una ley que nosotros no hemos concebido. Una ley que nos hemos encontrado, porque nosotros mismos somos parte de la realidad de lo existente.
Consecuencia de la existencia de una realidad externa, objetiva, que nos precede y en la que nosotros no hemos tomado parte, es que la contemplación precede a la acción, que el ser hecho es anterior al hacer. De manera que el hombre tradicional cae en la cuenta de que su primera misión es obedecer a la realidad, a «lo que las cosas son», no hechas por si solas, sino hechas por otro, a quien debemos gratitud. En última instancia, cuidar las cosas de modo que honremos en ellas la creación divina, y por consiguiente adoremos a Dios.
«Tomó, pues, Yavé Dios al hombre, y le puso en el jardín del Edén para que lo cultivase y guardase» (Genesis, 2, 15). La palabra «cultivar» procede de la misma raíz que el término «culto», que usamos por ejemplo cuando hablamos de «dar culto». Incluye tanto la intención de cuidar cuanto la de respetar y venerar. El propósito fundamental de la celebración cristiana del domingo -señalaba Benedicto XVI- es, precisamente, hacernos recordar que hemos recibido el obsequio de la creación ya antes de nuestro propio obrar. Por eso el domingo es, ante todo, la celebración de la Creación.
La misión del hombre, más allá de existir, es encabezar y dirigir el canto de gratitud de toda la Creación. El pecado -la deslealtad a esa gratitud-, no es capaz de borrar la ley del agradecimiento, de la confianza, que fue restaurada por la Redención (por eso el domingo es también la conmemoración de la Resurrección de Cristo).
En contraposición a lo anterior, la mentalidad del hombre moderno recela de la realidad. Pues todo ha demostrado ser falible. nos volvemos a nuestro yo y lo convertimos en la única realidad en que apoyarnos. Es solo la razón humana la que merece su confianza. Este es el punto de partida de la modernidad: «Pienso, luego existo».
Somos hoy, metafísicamente, de la misma naturaleza que nuestros abuelos, y tenemos las mismas taras y limitaciones que las generaciones anteriores. Pero nos falta el ambiente propicio para vivir como hombres sencillos y agradecidos. Nos bastaría con muy poco, con la sencilla realidad, con las relaciones familiares más elementales, con el trabajo más básico, con una sociedad mínimamente ordenada. Con un ambiente de confianza. Pero hoy, este mínimo no está garantizado.
La restauración del orden social, pasa inevitablemente por la restauración de la confianza del hombre en el orden de la realidad, en la ley natural.
Se ha escrito mucho sobre que la pasada pandemia nos ha hecho volver a ser conscientes de nuestra fragilidad, conscientes de estar sometidos a una realidad -ahora también con el terremoto en Turquía y Siria- que está fuera de nuestro control, de la que simplemente formamos parte.
Hemos dejado de contemplar el firmamento estrellado, de esperar el tiempo de las cosechas, de seguir el ciclo de la naturaleza, en el que no caben empujones ni atajos. Acaso algún día todas las aparentes contrariedades que hoy sufrimos nos devuelvan a la realidad. A un mundo del que no somos dueños ni autores. De un ser que hemos recibido, y del que el primer mandamiento son la gratitud y la obediencia, o el respeto y la veneración.
Solo volviéndonos a sentir criaturas y no dioses, restauraremos al hombre en su lugar. Solo la confianza en la obra de Dios nos permitirá salir de la alocada ficción que nos está destruyendo como humanidad.
Para un cristiano, en el mundo en el que hoy vivimos, nuestra principal preocupación no debe ser imponer nuestras ideas, sino contagiar nuestra confianza en el Creador.
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