Prosigue la editorial Siruela con la reedición de la obra de Italo Calvino en el año que celebramos el centenario de su nacimiento. Lo hace con un nuevo diseño general que se observa ya a primera vista en la elección para las cubiertas de unas deliciosas ilustraciones extraídas de Mira calligraphiae monumenta (1561–1596), de Georg Bocskay & Joris Hoefnagel. En esta ocasión le toca el turno a uno de sus volúmenes de ensayos más justamente célebre, Por qué leer los clásicos, libro publicado póstumamente por su hija en 1991. Aunque en una carta de 1961 Calvino expresó que «para recoger ensayos dispersos e inorgánicos como los míos hay que esperar a la propia muerte o por lo menos a la vejez avanzada», lo cierto es que ya comenzó esta tarea en vida con Punto y aparte y Colección de arena.
Como es sabido, son innumerables los escritores, cualquiera que sea su disciplina y origen, que han sentido la necesidad de divulgar el amor a la lectura y veneración por los libros. En el caso de Calvino este hecho se reflejó en numerosos artículos, ensayos y entrevistas donde aborda aspectos fundamentales de la profesión literaria. Como otros —pienso en otro autor italiano de gran éxito, Nuccio Ondine—, no se limitó a disfrutar y aprender con la literatura, sino que sintió la obligación de transmitir esa pasión a los demás. Eso se nota en el entusiasmo que pone Calvino en cada artículo; no son textos apresurados para cubrir el expediente, sino auténticos ensayos de interpretación de una perspicacia y una profundidad asombrosa. Perché leggere i classici (Mondadori, 1991) reúne 36 artículos dedicados a otras tantas obras o autores tanto clásicos como modernos, escritos entre 1954 (Los capitanes de Conrad; Hemingway y nosotros) y 1985 (Tirant lo Blanc), ordenados por la antigüedad de sus autores, y que representan, según su hija Esther, «gran parte de los ensayos y artículos de Calvino sobre sus clásicos».
Los escritores elegidos por Italo Calvino y por los que muestra interés dice mucho de los gustos y los procedimientos narrativos que interesan a nuestro autor como lector y como creador. Destacan las obras de lo que podríamos denominar fabulación trascendente, esto es, aquellas obras literarias que no son una mera sucesión de peripecias (por muy fascinantes que sean) sino que plantean complejos dilemas humanos (también de técnica de escritura) y que formulan las preguntas eternas sobre la vida y la sociedad, preguntas que siempre permanecerán sin respuestas. Naturalmente, también hay textos dedicados a la mejor literatura realista: Henry James, Lev Tolstói, Gustave Flaubert, Honoré de Balzac, Cesare Pavese, Ernest Hemingway… Como otras recopilaciones del mismo tipo, Por qué leer los clásicos permite una lectura intermitente, incluso fragmentaria.
«Los capitanes de Conrad»
Joseph Conrad murió hace treinta años, el 3 de agosto de 1924, en su casa de campo de Bishopsbourne, cerca de Canterbury. Tenía sesenta y seis años, veinte de los cuales los había pasado navegando y treinta escribiendo. Ya en vida fue un escritor de éxito, pero su verdadera fortuna en la crítica europea empezó después de su muerte: en diciembre del 24 salía un número de la Nouvelle Revue Française dedicado enteramente a él, con colaboraciones de Gide y Valéry: los restos mortales del capitán de navegación de altura bajaban al mar con la guardia de honor de la literatura más refinada e intelectual.
En estos pocos datos están ya implícitos rasgos de la figura de Conrad: la experiencia de una vida práctica y ajetreada, la vena copiosa del novelista popular, la exquisitez formal del discípulo de Flaubert y el parentesco con la dinastía decadentista de la literatura mundial. Hoy que su fortuna parece haber echado raíces en Italia, a juzgar al menos por el número de traducciones, podemos tratar de definir qué ha significado y significa para nosotros este escritor.
Creo que hemos sido muchos los que nos hemos acercado a Conrad impulsados por un reincidente amor a los escritores de aventuras, pero no sólo de aventuras: a aquellos a quienes la aventura les sirve para decir cosas nuevas de los hombres, y a quienes las vicisitudes y los países extraordinarios les sirven para dar más evidencia a su relación con el mundo. En mi biblioteca ideal, Conrad tiene su lugar junto al aéreo Stevenson, que sin embargo es casi su opuesto, como vida y como estilo. Y sin embargo más de una vez he estado tentado de desplazarlo a otro anaquel — menos al alcance de mi mano—, el de los novelistas analíticos, psicológicos, de los James, los Proust, de los recuperadores infatigables de cualquier migaja de sensación olvidada; o también al de los estetas más o menos malditos, a la manera de Poe, grávidos de amores traspuestos, si es que sus oscuras inquietudes ante un universo absurdo no lo destinan al anaquel —todavía sin ordenar y seleccionar bien— de los «escritores de la crisis».
[…]
Obviamente, no voy a comentar todos los capítulos de este libro, sólo alguna pequeña anotación sobre los que más me han gustado. Antes de entrar en el comentario de algunos de sus libros y autores favoritos Italo Calvino plantea una teoría personal sobre los clásicos. En el primer texto, precisamente titulado Por qué leer los clásicos (1981), se pregunta Calvino qué es un clásico y ofrece catorce definiciones que se van encadenando una tras otra. (Me quedo con la siguiente: «Llámase clásico a un libro que se configura como equivalente del universo, a semejanza de los antiguos talismanes»). Son inteligentes consejos para afrontar la lectura de libros clásicos (sobre todo en la madurez) y para mí han supuesto uno de los textos más estimulantes y provechosos sobre el arte de leer.
El ensayo dedicado a la Odisea —también el dedicado a la Anábasis de Jenofonte y a las obras de Plinio— es un portento de agudeza y de intuición. Calvino se centra en el tema de la memoria y en las diferentes versiones que relatan los protagonistas del poema. «¿Cuántas Odiseas contiene la Odisea?», se pregunta Calvino, que llega a la conclusión final de que «para Ulises-Homero la distinción mentira-verdad no existía, él contaba la misma experiencia ya en el lenguaje de lo vivido, ya en el lenguaje del mito». Yo leí hace mucho la Odisea y creo que me quedé sólo con los aspectos superficiales y aventureros de la obra; este texto de Calvino me obligará a su relectura inmediata.
Se ocupa Calvino de algunos títulos en los que podemos encontrar cierta influencia para sus obras fabulosas de Nuestros antepasados: el Orlando de Ludovico Ariosto, la serie de cuentos Las siete princesas del poeta persa Nezamí Ganyaví (1140-1210), Tirante el Blanco (por cierto, no se cita al autor de Tirant lo Blanc, Joanot Martorell), Los estados e imperios de la luna de Cyrano de Bergerac, así como los clásicos de la literatura dieciochesca Robinson Crusoe (Defoe), Cándido (Voltaire) y Jacques el fatalista (Diderot).
Los dos entusiastas ensayos dedicados a Stendhal, el primero a las obras del francés escritas en Italia y el segundo sobre La Cartuja, son realmente destacables. En el segundo de ellos Calvino expresa que los que tengan la suerte de leer por primera vez la obra «se convencerán de inmediato que ésta [La Cartuja de Parma] no puede sino ser la mejor novela del mundo, y reconocerán la novela que siempre habían querido leer y que servirá de piedra de toque de todas las demás que lean después». No he leído a Stendhal, pero es tal la brillantez de esta apología stendhaliana que tal vez sea ya el momento que estaba esperando para leer al escritor de Grenoble. Por último, citaré el artículo dedicado a Jorge Luis Borges, autor por el que siempre mostró afinidad desde que pudo leer las primeras ediciones que llegaron a Europa en la década de los cincuenta. «Empezaré —escribe Calvino— por el motivo de adhesión más general, es decir, el haber reconocido en Borges una idea de la literatura como mundo construido y gobernado por el intelecto». Trata asimismo de la influencia de Dante en la obra borgesiana, especialmente a raíz de la lectura de los Nueve ensayos dantescos, título todavía no traducido al italiano cuando se escribió el artículo en 1984.
Todo libro que reivindique y fomente la lectura y la actualización de los escritores y de las obras clásicas es bienvenido en este nihilista y desnortado Occidente. En este sentido, Por qué leer los clásicos de Italo Calvino es un libro esencial y uno de los mejores y más accesibles exponentes de amor a la literatura.
Ediciones Siruela (2023)
Colección: Biblioteca Italo Calvino, 19
Traducción: Aurora Bernárdez
292 págs.
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Los clásicos son, para Italo Calvino, aquellos libros que nunca terminan de decir lo que tienen que decir, textos que «cuanto más cree uno conocerlos de oídas, tanto más nuevos, inesperados, inéditos resultan al leerlos de verdad». Y ése es el convencimiento que anima a Italo Calvino a comentar los «suyos», según su criterio de que el clásico de cada uno «es aquel que no puede serte indiferente y que te sirve para definirte a ti mismo en relación y quizás en contraste con él». Así, mezclados en el tiempo y en la historia de la literatura universal, el lector descubre las lecturas de Italo Calvino. El resultado de todo ello es una obra que se ha convertido, a su vez, en un clásico. (Sinopsis de la editorial)
Italo Calvino nació en 1923 en Santiago de las Vegas (Cuba). A los dos años la familia regresó a Italia para instalarse en San Remo (Liguria). Publicó su primera novela animado por Cesare Pavese, quien le introdujo en la prestigiosa editorial Einaudi. Allí desempeñaría una importante labor como editor. De 1967 a 1980 vivió en París. Murió en 1985 en Siena, cerca de su casa de vacaciones, mientras escribía Seis propuestas para el próximo milenio.
Con la lúcida mirada que le convirtió en uno de los escritores más destacados del siglo XX, Calvino indaga en el presente a través de sus propias experiencias en la Resistencia, en la posguerra o desde una observación incisiva del mundo contemporáneo; trata el pasado como una genealogía fabulada del hombre actual y convierte en espacios narrativos la literatura, la ciencia y la utopía.
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