Benedicto XIII en defensa del Derecho
La encarnizada defensa de la legitimidad de su pontificado que hizo D. Pedro de Luna, nuestro Benedicto XIII, ha fascinado a los historiadores. Muchos de ellos han creído ver en su firmeza únicamente terquedad y obcecación ante todo y contra todos. Sin embargo, otros -poco a poco y cada vez más- han ido más allá, deseando comprender las razones de un pontífice seguramente imperfecto, pero indiscutiblemente honrado, de fe integra y sincera. Por ello -afirmará el reputado Dr. Ovidio Cuella-, “sólo desde un conocimiento directo de los tratados que escribió el propio Papa Luna, podemos intuir al principio y demostrar después el fundamento eclesiológico de su inamovible posición. Si bien hacia 1380, siendo todavía cardenal, escribió el Tractatus de principali schismate, del cual se sirvió para sostener el derecho de Clemente VII en su función de legado papal, será durante su largo pontificado cuando le tocará defender su propia legitimidad como único sucesor de Pedro. Es a través de su pericia como experto canonista como desarrollará su teología sobre la Iglesia y sobre el primado”.
Así pues, ya antes de ser elegido papa, el cardenal D. Pedro de Luna se había ocupado del cisma que afligía a la Iglesia. Con su Tractatus de principali schismate se posiciona junto a san Vicente Ferrer que, en su Tractatus de moderno schismate, defenderá también la legitimidad de Clemente VII frente al tormentoso Urbano VI. En esta obra, hoy perdida, se evidencia que el papa Luna no se movió por oportunismo (o no sólo), puesto que sus argumentos eran de carácter doctrinal y venían de lejos. Argumentos en los que abundará en las obras que le siguieron, de las que haremos una breve reseña, destacando en ellas los textos más significativos para nuestro objetivo. En efecto, el desarrollo canónico sobre el primado de Pedro que abordó Benedicto XIII ya antes de acceder al papado es un tratado de eclesiología relativa a la sucesión pontificia: un sólido desarrollo doctrinal para resolver la situación más delicada que estaba atravesando la Iglesia hasta el momento.
Y es que las tensiones eclesiales se enconaron en 1394, cuando el colegio cardenalicio eligió en Aviñón a Benedicto XIII como sucesor de Clemente VII. Casi inmediatamente los cardenales electores, alineándose con las nuevas fuerzas políticas que se estaban imponiendo con el tácito apoyo del rey de Francia, se rebelaron contra el nuevo papa y decidieron deshacerse de él manu militari. A pesar de todas las presiones, la habilidad y determinación de Benedicto XIII le hicieron salir triunfador del asedio al palacio pontificio y, aunque logró escapar físicamente, el “cisma” entre los cardenales y su papa ya se había producido. Es este dramático acontecimiento el que le empuja a escribir el Tractatus domini nostri Pape super subschismate contra eum per cardinales facto. El título define el problema a la perfección: Tratado de nuestro señor el Papa, sobre el sub-cisma hecho contra él por los cardenales. Se nombra este documento -siguiendo el uso respecto a los documentos papales- por sus primeras palabras: Quia ut audio (Puesto que como oigo). La larga duración del asedio de Aviñón (de 1399 a 1401), durante el cual escribió su Tractatus, contribuyó a manifestar en la obra las cambiantes circunstancias de su comprometida situación.
Complicada como estaba la tesitura, van los cardenales y le montan lo que el mismo Benedicto XIII denominó un “sub-cisma”, rebelándose contra él y convocando al fin un concilio para destituirlo. Cierto que en el cónclave en el que fue elegido juró que optaría por la via cessionis (el camino de la renuncia), si ésa acababa siendo la única manera de solucionar definitivamente del cisma. Ahí estaba la clave del conflicto: Benedicto XIII entiende que retirándose no sólo no resuelve el cisma, sino que además comete una gravísima traición contra la Iglesia, por cuanto todo el procedimiento que se está siguiendo para resolver el cisma por esa via es contra derecho e implica el vergonzoso sometimiento de la Iglesia a los caprichos de los príncipes, secundando sus ambiciones. El papa Luna, que es acusado por sus propios cardenales de perjuro y de cismático, habrá de defenderse de esas acusaciones, y así lo hace. Pero acto seguido, y basándose en el más elemental Derecho Canónico, pasa al contraataque: los acusa a ellos de “enemigos de la unidad católica”.
Tal es la situación, que los cardenales que le niegan su obediencia al Papa intentan ponerlo bajo la custodia del rey de Francia. Es decir, que lo quieren convertir en su prisionero en Aviñón. Luego, será el Duque de Orleans el que asuma la tarea, aunque será finalmente el rey Martín el Humano el que organice su exitosa fuga, dejando burlado al monarca francés.
Es en este cautiverio, durante el asedio del palacio pontificio de Aviñón, el tiempo y el lugar en que Benedicto XIII escribe el Quia ut audio en el que argumenta su posición en cuatro apartados principales y en una conclusión contundente.
El papa Luna sostiene que, al ser la condición de su juramento en el cónclave que abdicaría si (y sólo si) su abdicación era imprescindible para resolver el cisma, el hecho de que no haya abdicado todavía no lo convierte en perjuro. Ni siquiera ante la interesada suposición de los cardenales de que esa abdicación hubiese sido la solución del cisma. Es la falta de seguridad de que su abdicación hubiese resuelto el problema la que le libra precisamente de la acusación de perjurio, de ese supuesto incumplimiento del juramento.
Y reaccionando con vigor, afirma con claridad que la querella sobre el supuesto perjurio en ningún caso, ni tan siquiera en el de que existiera efectivamente, convertiría en inválida la elección papal por el cónclave y, por consiguiente, convierte en cismáticos confesos a los cardenales que le han negado la obediencia. Éstos -dice- se sometieron a la voluntad del poder temporal y, cometiendo un acto de alta traición, entregaron la misma persona del papa como rehén a ese poder. Queda patente pues que a los cardenales les falta todo fundamento jurídico y doctrinal para negarle la obediencia; y que, en vez de resolver el cisma por el camino del concilio, añaden un periculosum subcisma in Ecclesia (un peligroso subcisma o cisma secundario en la Iglesia).
Concluye Benedicto XIII que la unidad de la Iglesia será imposible mientras perdure la rebelión de los cardenales contra el Papa. “Para alcanzarla es necesaria la oración -glosa el Dr. Cuella-, como la que él mismo propone en fervorosa loa al Padre para mantenerse firmes en la posesión de la verdad del Evangelio: un solo rebaño y un solo Pastor, es decir, Jesucristo en el cielo; y en la tierra, su vicario Benedicto”. Y finalizando con este deseo hecho oración, completa su exposición, logrando argumentar su postura a la vez que imputa a los cardenales la responsabilidad del mantenimiento del cisma.
Como colofón del Tratado, Benedicto XIII propone serias preguntas (15 en total), en riguroso formato académico: Utrum Papa… utrum cardinales (si el Papa… si los cardenales…). Algunas de ellas obtienen respuesta inmediata en el mismo Tratado, mientras que con otras serán el tiempo y los acontecimientos los que responderán en su momento. Vale la pena destacar las de respuesta más obvia:
“Si el Papa está obligado a someterse con respecto a la unión de la Iglesia (in negocio unionis ecclesiae) a la determinación de un importante príncipe secular obtenida tras deliberación con otros príncipes seculares, permaneciendo todos ellos en la sustracción de obediencia.” La propia formulación de la pregunta no deja alternativa…
“Si la renuncia del papa sería conforme a derecho al ser conseguida a la fuerza o por miedo mientras está detenido (utrum renunciatio pape facta per vim vel metum, dum sic detinetur de iure valeat)”. Otra pregunta que se responde sola.
“Si los cardenales por sus acciones cometidas contra el Papa (utrum cadinales propter commissa contra Papam) incurren ya en penas canónicas”. Aquí la cuestión ya es jurídica: se trata de la aplicación de unos cánones o leyes, que raramente escapan a la interpretación y la discusión, al menos entonces.
“Si los cardenales rebeldes no reconciliados, en caso de muerte o renuncia del Papa, podían elegirle sucesor (utrum cardinales… ocurrente morte vel cessione ipsius Pape, valeant successorem vel eligere)”. “Entonces –añade- es mejor llorar que detenerse un momento a pensar en un desastre semejante.” Claro, si por su desobediencia al Papa están incursos en inhabilitación, ¡a ver qué valor tiene su elección de un nuevo papa! Y otro tanto cabe decir de los subsiguientes.
Los argumentos de Benedicto XIII son intachables, pero la realidad es peligrosa, con vaivenes a favor y en contra. Y es que el peligro que se cierne sobre el Papa Luna y sobre la Iglesia es la convocatoria de un concilio. Jurídicamente el tema es de enorme gravedad, por eso le dedicará un capítulo completo, que se convertirá en el Tractatus De Concilio generali.
“Sin embargo -cito literalmente a Ovidio Cuella-, la sucesión vertiginosa de los acontecimientos superó tanto las previsiones del papa Luna que, al intuir una posibilidad tan grave -la del concilio-, juzgó mejor silenciarla de momento, en bien de la Iglesia y también de los protagonistas. Como causa inmediata de su silencio, es decir, de la no publicación de dos largos fragmentos de la segunda sección de su Tratado, podríamos indicar la sensación de fortaleza y de energía contenidas que el papa mostraba en vista a la reacción que tendrían los cardenales contradictores, creadores de aquella triple acusación (contumaz, perjuro y fautor de cisma) que originó la redacción del Tratado que nos ocupa”. El mismo papa manifestará la esperanza de ver acabado por siempre el subcisma o cisma con el retorno de los cardenales rebeldes a su obediencia: Respecto al 15º artículo, -afirmará Benedicto XIII- no tengo intención por el momento de explicar lo que en derecho siento, por respeto a la Iglesia Romana mientras espero la reconciliación de éstos; pero si, lo que Dios quiera que no ocurra, los viera obstinados u ocurriera que muriese el papa antes de su reconciliación, para que no engañen al pueblo cristiano, con la ayuda de Dios suficientemente se declarará este artículo con el siguiente, por lo cual aquí decido poner fin a esta séptima cuestión.
Estamos pues ante la auténtica encrucijada en la que se encontraba la Iglesia en aquel momento en que lo peor no era el cisma, la división en la cúspide de la Iglesia, sino su destrucción. Esa era la verdadera tragedia que amenazaba a la Iglesia, y la que más preocupaba a Benedicto XIII. No era cuestión pues, de resolver el cisma socavando la estructura jurídico-teológica que sustentaba a la Iglesia, empezando por su misma cabeza. ¿Qué valor le quedaría a una Iglesia sin su sólido esqueleto jurídico y teológico? Si moría el papa sin que los cardenales que habían de elegir a su sucesor volviesen a la obediencia y a la disciplina canónica, lo que vislumbraba Benedicto XIII era la ruina definitiva de la Iglesia. Por eso prefirió guardar silencio sobre la indispensable actuación contra esos herejes antes de que se produjera el fallecimiento del papa y el subsiguiente cónclave, totalmente falto de legitimidad canónica, justo en ese contexto en el que los poderes temporales estaban como buitres ansiosos por disputarse entre sí el cadáver de la Iglesia para devorarlo y engordar con él.
Estos razonamientos del papa Luna, que no están especificados literalmente en el texto, se vislumbran en el argumento de la precaución con la que silenció un tiempo el final de la cuestión XVª y última, y que dice así: Y las demás cuestiones que para preservar a la fe y a la Iglesia de los inminentes peligros que se ven venir, han de ser reservadas en su lugar y en su tiempo; pero en el presente han de ser confiadas cautamente al silencio. Más tarde, en 1408, ante la nueva defección de los cardenales que acabaron organizando con los de su oponente el concilio de Pisa, se decidió a publicar los fragmentos silenciados.
Efectivamente, ahí estaban las consecuencias extremas a las que se encontraría abocada la Iglesia, si se veía privada de pastor con unos cardenales sujetos a las penas canónicas antes mencionadas. Resultaba mucho peor el remedio (la liquidación del derecho eclesiástico) que el mal que se quería remediar (el cisma). Era pues necesario no llegar a este extremo, y la solución única hay que esperarla -al decir de D. Pedro de Luna-de la ayuda que puede conceder en la Iglesia el piadoso Jesús; parte de la cual era la extinción vegetativa del cisma por muerte de los distintos papas: esa fue finalmente la solución de Benedicto XIII, al margen de que la hubiese decidido expresamente o no.
Y aunque hablamos de hechos pasados, las reflexiones de Benedicto XIII no han perdido ni un ápice de actualidad. La constitución apostólica Universi Dominici Gregis, que promulgó Juan Pablo II en 1996 para regular la sede vacante y el mismo cónclave, afirma en su número 82: Igualmente, prohíbo a los Cardenales hacer capitulaciones antes de la elección, o sea, tomar compromisos de común acuerdo, obligándose a llevarlos a cabo en el caso de que uno de ellos sea elevado al Pontificado. Estas promesas, aun cuando fueran hechas bajo juramento, las declaro también nulas e inválidas.
Precisamente eso ya lo sabía el papa Luna en 1394, cuando los cardenales le exigían la cesión prometida en el juramento hecho, previo a su elección. Eso mismo es lo que Benedicto XIII defendió cuando el concilio de Constanza lo condenó como perjuro. Hemos tardado 600 años en darle la razón.
Custodio Ballester Bielsa, Pbro. www.sacerdotesporlavida.info
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