El escritor portugués Antero de Figueiredo describía así al mendigo español de antaño: “A la puerta de una tienda, recogiendo los últimos rayos del sol que se pone, y sentado en el suelo, un mendigo de los caminos come en un tarro su caldo mendigado. Es la figura de un hambriento, rostro descarnado, desencajado, melena densa de cabello hirsuto. Los tendones de su cuello son de hierro negro, como lo son los huesos de las clavículas escuálidas. Lo cubren paños cosidos. En las piernas, una especie de polainas, atadas con cordeles, por los agujeros de las alpargatas salen los dedos de los flacos pies. En las manos, piel y hueso, que sostienen la escudilla y la cuchara de estaño, se diseñan las falanges y los nudos de los dedos. ¡Ah, los mendigos españoles! El lápiz trágico de Gustavo Doré, en su viaje a España, dibujó algunos de estos hombres, envueltos en capas raídas, manteniendo, sin embargo, a través de la miseria, un tal aplomo que se diría que son Grandes de España o Señores de Bazán a quienes las tempestades de la vida, arrastrándolos a la miseria, obligándolos a extender la mano a la limosna, no consiguen quitar la verticalidad de su espina dorsal orgullosa. Y como el arte es un sol que todo dora, esos trapos, en las manos del diseñador de las visiones, de la negrura y de la luz, tomaban aspectos de grandeza. ¡Los pobres españoles son trágicos! Su miseria grita, su aspecto sobrecoge. Pero un halo de belleza cerca la cabeza de este desventurado, la humildad, la resignación de toda su figura. Trapo humano, pobrecillo de Cristo, ciertamente, ¡Jesús te sonríe!”
¡Cuánto poder evocativo, cuánta riqueza de análisis, cuántos burbujeantes coloridos en la descripción! Destacando en el cuadro más próximo de lo real que si fuese pintado, un trazo que el gran Antero supo dejar bien claro, pero que no incluyó en su párrafo final. Es la riqueza de personalidad, la fuerza de alma, la elevación de vistas, en síntesis, la verdadera hidalguía de estilo, que existe a la par de la humildad y de la resignación de corazón, en este gigantesco “pobrecillo de Cristo” que tan bien supo observar y describir.
Heroicamente de pie en el centro de su propio infortunio, verdadero “caballero” de la mejor cepa española y cristiana, este hombre resplandece de noble originalidad. Sin duda, también de augusta respetabilidad. Mendigo de cuerpo, él es un millonario de alma.
Si a cualquiera de estos agitados y estandarizados personajes de nuestro siglo se le ofreciese ser este sublime mendigo, lo rechazarían horrorizados. Para ellos la riqueza de personalidad, la elevación de visión, la privilegiada fuerza de alma, la originalidad personal, la respetabilidad venerable, todo esto vale menos que una tranquila y común vida, estable y acomodada. O una gran vida, holgada, opulenta y despreocupada.
Pero, si se le ofreciese al mendigo perder todos sus tesoros de alma para ser un hombre patrón de la inmensa y monótona colmena contemporánea, con cuánta indignación lo rechazaría. El mendigo tendría razón. ¡Quién entenderá esto, en estos tristes días de banalidad neopagana en que vivimos!
Este artículo se publicó originalmente en https://plineando.blogspot.com/
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